A pesar de mi juventud tomé aquella trascendental decisión con naturalidad, sin dudar y sin consultar con nadie. Acepté aquel trabajo tras el servicio militar y durante los 38 años que han transcurrido desde entonces no he parado de progresar.
Todo empezó un par de años antes cuando, al acabar el bachiller, opté por incorporarme al mundo laboral a pesar de haber podido seguir estudiando. A finales de los 70 no estaba tan de moda hacer carrera universitaria como ahora. En las páginas de anuncios de la prensa se podían encontrar muchos trabajos que no requerían titulación y comenzar como aprendiz para ir formándose en un oficio era una opción perfectamente factible a la que se acogieron muchos jóvenes de mi generación. En mi caso la incorporación a mi primer empleo fue rápida. Hacía de corre, ve y dile, o recadero, en una tienda de barrio. Cuando no hacía recados, llevaba el archivo o calculaba descuentos en los albaranes que mis compañeros del mostrador rellenaban a mano. Aprendí rápido y en poco tiempo ya hacía mis pinitos con la facturación y la contabilidad , hasta el punto de, en menos de un año, ascender a responsable administrativo tras la marcha del compañero que estaba por encima de mí.
Pero aquel no me parecía un trabajo para toda la vida ya que no se podía progresar mucho más y decidí volver a buscar en los anuncios de prensa. Uno de los requisitos indispensables en aquellos tiempos, por encima de la titulación, era tener el servicio militar cumplido. Así pues opté por ir a cumplir con mi obligación de forma voluntaria lo que me permitía comenzar y acabar la instrucción militar mucho antes que haciéndolo por la vía obligatoria. Me supuso hacer tres meses más de mili pero al menos la hice en casa.
Al licenciarme, mi puesto de trabajo estaba ocupado y mi jefe me propuso suplir al encargado de otra de sus tres empresas: un lavadero de coches. Tras desarrollar mi primera experiencia laboral sentado plácidamente en una oficina, se me planteaba un horizonte de duro trabajo físico. Frío y manos cortadas en invierno (el lavadero era semi automático), grasa y aceite bajo las uñas al hacer mantenimiento de vehículos, y manipulación de disolventes en el petroleado de motores con emanación de gases irritantes incluida. O aceptaba eso o me arreglaban los papeles para irme al paro, pero sin indemnización ya que al irme voluntariamente a la mili estaban en la obligación de guardarme un puesto de trabajo pero sin especificar cuál, ya que la categoría profesional que figuraba en mi nómina era ambigua. Para mí no hubo dilema, sólo había una opción. Antes que ir al paro lavaría coches.
Mientras desarrollaba aquella labor, que a la postre también fue enriquecedora, seguí con la búsqueda de un trabajo mejor, uno que tuviese proyección. Al mismo tiempo decidí formarme en una de las primeras academias de informática que empezaban a florecer, aunque ello representase sacrificar ratos de ocio y diversión, junto a mis amigos, tras la jornada laboral.
A los seis meses llegó la gran oportunidad en forma de oferta de trabajo del INEM para realizar tareas administrativas en una empresa del mismo sector que la primera, pero de mayor volumen y con delegaciones por España. Tras los oportunos filtros, pruebas y, por qué no decirlo, rezos, el puesto fue mío. Mi primer buen trabajo.
Me tomé la noticia con relativa calma, pero tras la primera mañana sentado en una luminosa oficina, delante de mi ordenador con su enorme papel pautado y sus discos duros de medio metro y viendo el buen ambiente de trabajo que reinaba donde iba a estar, al menos, unos cuantos meses (luego fueron ocho años), me fui a comer a casa exultante, radiante, lleno de una felicidad inconmensurable.
En la actualidad llevo 26 años como técnico comercial en otra empresa y en otro sector. Lo que ha pasado en todo este tiempo no viene al caso y daría para escribir un libro. Un extenso libro que tal vez pudiese ser útil para muchos jóvenes y no tan jóvenes.
No me ha ido mal en mis casi cuarenta años de vida laboral y cuando echo la vista atrás y recuerdo cada una de las decisiones tomadas, la mayoría acertadas, siempre rememoro con cierta añoranza la que creo que fue la decisión de las decisiones, la que probablemente cambió mi destino mucho más que cualquier otra, la del lavadero de coches.
Más que creerlo lo puedo afirmar. Cuando mi nuevo jefe y yo empezamos a coger cierta confianza solíamos quedarnos a comer en un bar cercano a la tienda pues ambos vivíamos lejos de la misma y nos salía más a cuenta no realizar el desplazamiento. Un día se me sinceró con la voz un poco entrecortada. Habíamos llegado dos candidatos al proceso final de selección. El otro me ganaba en formación contable y yo ganaba en conocimientos informáticos. El empate lo deshizo el impacto que le causó mi decisión sobre el lavadero. No se me saltaron las lágrimas por vergüenza. Tampoco había tanta confianza.
Lo que también he pensado, y mucho, es que aquella decisión no fue tomada tan libremente como creí en un principio. Siempre te influencia algo o alguien aunque sea inconscientemente. Mi ambiente familiar estaba impregnado de humildad. Mi padre era mecánico y hacía guardias todos los fines de semana del año en la empresa de autobuses en la que trabajaba con el fin de obtener un sobresueldo y sacar la familia adelante. A mi madre, ama de casa de la época, le faltaban horas lavando, limpiando y remendando para que sus tres hombres, su hogar, y ella misma, estuvieran lo más decentes posible. Cuando mi primer jefe me planteó lava coches o paro, mis padres ya habían influido en mi decisión… con su ejemplo.
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