Anochecía sobre el valle. Las últimas luces de la tarde dibujaban en el cielo un torbellino de tonalidades rosadas, naranjas y violáceas, asemejándose a la inmensa paleta donde un pintor invisible elaborara sus mezclas. Por el camino que subía desde el pueblo caminaba Iris, su figura alta y espigada recortándose sobre el ocaso. Llevaba unos vaqueros y una sencilla camiseta roja y avanzaba jadeante por el esfuerzo. El sol, moribundo allá en el horizonte, arrancaba destellos rubios a su cabello.
Cuando por fin llegó a su destino, la muchacha se detuvo unos instantes para enjugarse el sudor de la frente y mirar atrás. Allá abajo, en el valle, el pueblo no parecía más que una mancha de casitas blancas extendida sobre el paisaje recién conquistado por la primavera. Iris sacudió su larga melena y volvió la vista al frente. El camino terminaba en una cabaña de madera, muy familiar para ella. El abuelo había instalado su taller lejos del pueblo, más cerca de la naturaleza, para fundirse con ella e inspirarse desde la más profunda de las misantropías. La joven iba a visitarlo a menudo; a veces él la retrataba y, cuando era más pequeña, incluso le permitía dar algunas pinceladas sobre algún lienzo que ya no le sirviera.
Hacía mucho que el abuelo había dejado de abrirle la puerta cuando ella la golpeaba con los nudillos tres veces, tal como establecieron en mutuo acuerdo el día en que Iris cumplió ocho años. Nadie lo había vuelto a ver salir de la cabaña, ni siquiera para comprar víveres o herramientas de trabajo, y si sabían que seguía vivo era gracias al repartidor de pan, que cada mañana pasaba por allí en la furgoneta para dejar una hogaza y siempre encontraba una bolsa con unas monedas junto a la puerta. Nadie comprendía cómo el abuelo podía haber sobrevivido tantos meses de esa forma.
Fue precisamente el repartidor de pan quien avisó a Iris esa mañana. «He hablado con tu abuelo hoy», le dijo con emoción contenida, «me ha dicho que ya es hora de que vayas a visitarlo». Iris no esperó un solo día para cumplir el deseo del anciano y esa misma tarde se puso en camino por el sendero que subía desde el pueblo a la cabaña.
Iris se sentía presa de una curiosidad que atenazaba sus sentidos y desafiaba a su imaginación. Aún recordaba las palabras que el abuelo le dedicó la última vez que la permitió ir a visitarlo, hacía más de un año. «Voy a embarcarme en la obra más grande de toda la historia de la pintura», le había dicho, «la próxima vez que me veas, mi cuadro estará terminado». Iris era consciente de que lo que su abuelo siempre había aspirado a lograr era algo tan fascinante como imposible: desafiar a la lógica, al estatismo de la fotografía o la pintura; captar la esencia de la realidad en un lienzo: algo que ninguno de los más grandes pintores había conseguido jamás. Porque siempre, detrás del esplendor de cualquier obra de arte, subyacía una triste chispa de irrealidad que dejaba traslucir que aquello no era más que una simple pintura. Pero a pesar del carácter utópico de la misión, Iris tenía la íntima seguridad de que, un día, su abuelo lo conseguiría.
La joven se dispuso a golpear tres veces la puerta, como siempre había hecho, pero al primer golpe se percató de que esta estaba entreabierta. Así pues, el abuelo la esperaba. Empujó la puerta y los goznes chirriaron, como si no hubieran sido usados en mucho tiempo. Una bocanada de polvo se adentró por su boca y sus fosas nasales, obligándola a toser. Cuando se recuperó, probó a llamarlo:
-¿Abuelo?
No hubo respuesta. Parpadeó varias veces, tratando de acostumbrar su visión a la penumbra. Poco a poco, empezó a distinguir las formas. Todo parecía igual que la última vez que entró: el camastro pegado a la pared, los botes de pintura desperdigados aquí y allá, los lienzos ya terminados, acumulados a un lado de la estancia; el terrible desorden de siempre. Un vaso de vino y una hogaza de pan situados sobre la mesita de madera, junto al farolillo que otorgaba una débil iluminación a la sala, demostraban que el lugar continuaba habitado. El abuelo debía de haberse ausentado un rato de la cabaña, pero no podía haber ido muy lejos dejando la puerta abierta, así que Iris decidió esperarlo allí mismo.
Sentada sobre el camastro, dejó que su mirada vagara por la habitación, reencontrándose con el lugar que había sido escenario de sus más emocionantes aventuras infantiles. Casi podía verse a ella de niña, contemplando fascinada a su abuelo, que se inclinaba sobre el caballete absolutamente concentrado en su tarea. Aquel caballete que…
Un momento. ¿Dónde estaba el caballete? Una vez más, Iris recorrió la estancia con la mirada, buscándolo.
Lo encontró en el rincón del fondo, cubierto por un paño blanco desgastado por las esquinas. Qué raro. El abuelo no solía cubrir sus obras, aunque no estuvieran terminadas; no era de naturaleza tan cuidadosa. Obedeciendo a un extraño impulso, se levantó del camastro y fue caminando lentamente hacia él. Cuando lo tuvo frente a ella, no se sintió capaz de vencer su curiosidad y apartó el paño suavemente, notando cómo su corazón se aceleraba mientras este caía al suelo.
Lo que vio en un principio no le pareció nada del otro mundo: un atardecer en un paisaje campestre. Pero acercó el farolillo para estudiarlo con más detenimiento, pudo ser consciente de que se encontraba ante la obra maestra no solo de la carrera pictórica de su abuelo, sino de toda la historia del arte. Porque lo que tenía ante ella no era un lienzo, sino un pedazo de realidad que se confundía con la realidad misma, tal si se tratara de una ventana a otro mundo. Contempló el sendero por el que había subido un rato antes y, allá abajo, el luminoso pueblecito. Por unos instantes, se deleitó con el olor a hierba fresca, primaveral y dejó que sus ojos vagaran por el torbellino de colores rosados, naranjas y violáceos del cielo.
Pero todo aquello era tan real que, de repente, tuvo miedo y trató de apartar la mirada, pues presentía algo sombrío y misterioso en aquel lienzo. Sin embargo, no fue capaz; ni siquiera llegó a escuchar el grito que pugnaba por salir de su garganta. Lo último que distinguió fue el color rojo del sol muriéndose en el horizonte de óleo.
De entre la penumbra de la habitación emergió la figura del abuelo, que miró hacia su cuadro con una sonrisa satisfecha. Allí estaba la obra maestra que tanto había soñado, la que lo elevaría por encima de los pintores más considerados de la Historia. Le había llevado mucho tiempo pintar un cuadro que contuviera la esencia de la realidad, que hiciera imposible al espectador distinguir entre el lienzo y la realidad misma. Sin embargo, cuando le pareció que estaba terminado, presintió que en aquel mundo de óleo faltaba algo imprescindible: vida. Por suerte, su idea había funcionado y la obra estaba completada al fin. Orgulloso, clavó su mirada en la pintura, en aquel pequeño pedacito de realidad. Sobre la verde colina, por debajo del cielo de colores rosados, naranjas y violáceos, había una figura. Era alta y espigada, vestida con vaqueros y una sencilla camiseta roja. Si se fijaba mucho, incluso podía apreciar los gritos mudos de la muchacha. En sus ojos brillaba una chispa de naturalidad que ningún retratista había logrado jamás.
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