Snow Black tenía un secreto; se le daba bien tragar.
Era una chica silenciosa, no replicaba ni insultaba y nunca, dejaba claros sus deseos.
Pero se le daba bien tragar. Podía ingerir palabras, días, incluso meses. Era tal profesional, que sus propias calumnias tragaba. Por eso, se veía a sí misma como un ser inocente, inofensivo…
Había presenciado el alumbramiento de niños, puros y santos, que habían crecido con grandes cuernos en las sienes, escupiendo fuego por la boca. Ella, no se había criado así y no deseaba hacerlo nunca. Por eso, cuando nadie miraba, lloraba agua de alcantarillado, sudaba sangre seca y, dejaba que nieve sucia y negra como el barro se derramara por la comisura de sus labios.
Aquel era su secreto, aquello era por lo que corría para evitar que nadie se percatara de cuanto había tragado. O al menos así lo pensaba, hasta que un día, cuando se encontraba doblada sobre sí misma intentando vomitar petróleo, un cubo de plástico se deslizó por el suelo hasta detenerse frente a sus pies.
Snow Black se irguió de inmediato.
Apoyado contra el umbral de la puerta de su habitación, había un muchacho de ojos traslúcidos. La joven se encogió de terror cuando su mirada se clavó sobre su rostro.
―¿Quién te ha dejado entrar? ―le preguntó.
Él se limitó a responderle con otra pregunta.
―¿Puedo pasar?
No tenía cuernos, tampoco colmillos y a pesar de todo, Snow Black se levantó y cerró la puerta de un solo golpe, haciendo que el desconocido se esfumara. Después, miró el cubo que había traído consigo. Se acercó a él y lo examinó, pero no lo utilizó.
Al día siguiente, el chico volvió a aparecer en su umbral y la joven le preguntó de nuevo cómo había entrado.
―La puerta estaba medio abierta ―dijo, sin apartar la mirada de ella―. ¿Has utilizado mi cubo de plástico?
―No lo necesito.
Él ladeó la cabeza enquistando las pupilas en su piel.
―¿Puedo pasar? ―le volvió a preguntar.
―No.
Snow Black se levantó y cerró la puerta.
―Te sentirías mejor si utilizaras mi cubo ―le dijo al día siguiente.
―No sé de qué me hablas ―respondió ella.
―¿Puedo pasar?
La muchacha se levantó para cerrar la puerta. Los dedos de él se anclaron en su muñeca cuando se acercó. Snow Black contuvo el aliento.
―¿Qué haces? ―le preguntó, esperando que dijera cualquier cosa que pudiera tragar.
―Necesitas mi ayuda ―respondió él.
Pero ella no supo qué hacer con esa información endeble. No podía tragarla, tampoco masticarla, ni guardarla en su estómago.
―No es verdad.
―Si piensas que lo que estoy diciendo es mentira, deberías de cerrar con pestillo.
―Siempre lo hago―contestó ella y, se deshizo de su agarre.
Antes de que pudiera empujar la puerta, él le dedicó una sonrisa de complicidad.
No encontró sus colmillos por ninguna parte y eso la horrorizó. Prefería la familiaridad de unos cuernos afilados a la sonrisa gentil de un ángel. Por lo menos, conocía el sabor del azufre lo suficiente como para haberse acostumbrado a él.
A pesar de todo, su temor no hizo cambiar de idea al muchacho, que regresó día tras día durante un mes entero. Ella nunca lo dejó pasar. Hasta que fue él quien dejó de venir.
Snow Black, contempló el umbral de la puerta con la mirada perdida. Al día siguiente, el muchacho tampoco vino y ella comenzó a preguntarse si lo había hecho alguna vez. Sus ojos se posaron sobre el cubo que descansaba en la esquina de su habitación. Era de un amarillo descolorido y tenía los bordes quebrados, como si hubiera sido utilizado más de una vez. La joven se imaginó a sí misma vomitando lo que había tragado. Rápidamente desechó la idea, llevaba demasiado tiempo tragando como para poder enfrentarse a lo que guardaba dentro. Así que regresó a la cama. La mañana siguiente esperó la llegada de la mirada traslúcida que tanto la aterrorizaba, pero nunca llegó. Sus ojos vagaron hasta el cubo y, esta vez, se atrevió a tocarlo. Pero no vomitó, no sabía muy bien cómo hacerlo si no era por accidente.
Y él no estaba allí para enseñarle.
Cogió el cubo de un extremo y salió de su habitación. En el exterior, las puertas de las casas estaban cerradas, a excepción de una que se encontraba medio abierta, invitándola.
Snow Black, halló al muchacho de mirada traslúcida en su interior.
Estaba echado sobre su cama con ríos de petróleo deslizándose por la comisura de sus labios, inundando el suelo. Todos sus cubos de plástico, se encontraban llenos. Ella dio una patadita al suyo, deslizándolo hasta el lugar en el que se encontraba el muchacho.
―No sé utilizarlo ―le dijo.
Los ojos opacos del joven se volvieron traslúcidos cuando la vio.
―Hola.
―Hola.
―¿Quieres entrar?
La chica no se movió. Miró el desastre que el muchacho había creado y lo fácil que sería para ella arreglarlo todo. Sin embargo, no se movió.
―Entra ―volvió a decir él.
Dubitativa, cruzo el umbral y zigzagueó entre los cubos.
―Siento el desastre.
―No importa ―dijo ella.
El agua turbia amenazaba con desbordarse de un momento a otro. No comprendió cómo podía dejarla ahí, a la vista de todo el mundo, vulnerable y desprotegida. Snow se agachó, tomó el cubo más grande y tragó.
El cubo repiqueteó contra el suelo una vez terminó con él.
Los ojos traslúcidos del muchacho se clavaron en ella y, por un momento, no dijo nada. Hasta que una sonrisa gentil comenzó a trazar sus labios y lágrimas del color de su iris se deslizaron por sus mejillas.
―Gracias ―le dijo.
Ella se encogió de hombros, abrumada.
―Podría enseñarte, se me da bien tragar.
Él la miró satisfecho.
―A mí se me da bien vomitar.
Tomó su mano entre sus dedos y apretó. De pronto, sus ojos traslúcidos ya no resultaron tan terroríficos.
Al día siguiente, el muchacho se presentó de nuevo en el umbral de su puerta.
―¿Puedo pasar? ―le volvió a preguntar.
Esta vez, la joven se levantó de la cama, entrelazó sus dedos con los del muchacho y tiró hacia el interior de su habitación.
–RN
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