Al llegar a la entrada fijó los ojos en el timbre. Un pellizco en el estómago le impedía pulsar el interruptor y aunque por un instante sopesó dejarlo, se armó de valor y empujó el botón. Sonó una campana.

Una joven, con delantal y cofia, abrió la puerta.

—¿Desea algo?

—Quisiera ver a la señora Edurne Gorostiaga.

—¿De parte?

—Unai Zabaleta. Un viejo amigo.

—Un momento, por favor —dijo y se perdió en el interior de la casa.

Un viejo amigo. Qué estupidez.

El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Quizá no había sido buena idea. Se centró en el paisaje que rodeaba la casa y respiró hondo. El ruido de los coches había sustituido al gorjeo de los gorriones —que ya no estaban— y las nuevas edificaciones se erguían orgullosas sobre el asfalto que ocultaba un antiguo sendero que comenzaba allí mismo. Por él se perdían cada atardecer. Juntos.

No pudo evitarlo. La mente lo arrastró a un tiempo lejano, cuando solía recogerla en ese mismo porche. Allí, con la puerta entornada, como hoy, la aguardaba con impaciencia.

Unos tacones que bajaban la escalera lo devolvieron al presente.

Los pasos se detuvieron detrás de la puerta. A través de ella podía oler el aroma de esa fragancia que nunca había podido olvidar. Aún la usaba. Los latidos le martilleaban las sienes.

Por fin abrió.

Ella, bajo el dintel, apretaba los labios con fuerza, dibujando esa misma mueca de entonces, la que mostraba cuando estaba enfadada. Esos hoyuelos, que un día lo embrujaron, se hundían profundamente en las mejillas. Resaltaban unas arrugas que asomaban con descaro y el largo pelo moreno que recordaba, ahora era blanco y corto, muy corto. Los ojos, a pesar de haber atenuado su brillo con la edad, aún pintaban de un bello tono azul aquella mirada que no había conseguido borrar de la memoria. Estaba preciosa.

Durante un momento, interminable, permanecieron en silencio mientras se observaban uno a otro.

—No esperaba verte nunca más —espetó la mujer que mantenía la vista fija en él.

—Ni yo a ti, Edurne. Pero ya ves, he vuelto.

Los femeninos ojos, amenazantes, le intimidaban. Aun así, aguantó el envite y continuó a lo suyo. A lo que había venido.

—Veras, quería pedirte…

—Ni se te ocurra —cortó ella apuntándole con un dedo—. Sé lo que me vas a decir. Y quiero que te quede claro esto. —La voz, atragantada por un sollozo, comenzó a temblar—: No voy a perdonar. Ni a olvidar.

Unai, a pesar de que el pellizco en el estómago le volvía a atenazar las tripas, consiguió sostenerle la mirada.

—Erdurne, esto se ha acabado. Debemos pasar página. Todos.

—¿Todos? —Las lágrimas brotaron de los bellos ojos azules—. Vete al cementerio y cuéntaselo a él.

—Yo no tuve nada que ver con…

La mujer, de un portazo, extirpó cualquier posibilidad de explicación. De reconciliación. Allí, como un pasmarote, se quedó frente a una puerta cerrada que ya no se volvería a abrir nunca. Lo sabía.

Era cierto, él no participó en aquella historia. Ni sabía que lo habían marcado como objetivo. En aquellos tiempos era un pez gordo. Lo habría evitado.

Sin darse cuenta, cavilando sobre lo que pudo ser, llegó al coche, aparcado en la acera de enfrente, y tomó asiento en el lado del copiloto.

—¿Qué tal ha ido?

—Fatal. No hay nada que hacer.

El conductor, de unos treinta años, lo miró con tristeza.

—Joder, Chema. Pues no te apures mecagüendios.
— El joven, con una exagerada empatía que rayaba el ridículo, gesticulaba indignado—. Encima que vas a pedirle perdón… Si por mi fuera… ¡Ostias! —concluyó con un manotazo en el volante.

Chema. Desde que lo había recogido, la noche anterior en el aeropuerto, el niñato lo llamaba por su nombre de guerra: Chema. Le había pedido que no usara el seudónimo, que ya no venía a cuento. Pero el tonto de los cojones insistía en ello y, cada vez que mentaba el puto apodo, la memoria le restregaba por la cara los muertos que escondía tras ese maldito alias.

—Llévame al casco viejo —dijo harto de gilipolleces—. He quedado con Julen donde la Herriko taberna.

Todo había cambiado. Las laberínticas calles de la parte vieja, que fueron su trinchera en los tiempos duros, ofrecían pinchos y souvenirs a una multitud de turistas que pisoteaban con toda impunidad la antigua zona abertzale. Ni la lluvia era la misma.

Por fin llegaron. Varias pintadas revolucionarias y un par de banderas, colocadas sobre la puerta de la taberna, eran el único rastro reaccionario que pudo ver en todo el casco antiguo.

Al entrar recordó los tiempos de kale borroka, cuando de adolescente empezó con aquello. Después de incendiar algo, corrían a refugiarse allí. Se sentaban en una mesa que siempre mantenían libre para los activistas de turno, con unos chiquitos mediados como cuartada. Así, si entraba la policía, la clientela testificaba que llevaban allí todo el tiempo. Y a tomar por culo.

Detrás suya, la voz de Julen lo rescató del pasado. Venía con un par de tipos. Los aupas, los megüendios
y el palmoteo de los abrazos resonaron en la tasca. Los dos desconocidos le pasaban la mano por el lomo. Como si fuese una obediente mascota.

Entonces, una pareja de turistas, cincuentones, entró en el bar.

—¿Son ustedes los independentistas?

El hombre, con cierto desparpajo, se dirigió al camarero con un marcado acento andaluz.

—Sí —afirmó este resuelto mientras los demás observaban con desconfianza la escena.

—¿Nos pone unas cervezas? Por favor.

Tomaron las bebidas, unos pinchos, varios selfies y se fueron. Así de simple.

—Lo siento, Chema. Últimamente, esto pasa mucho —dijo Julen resignado—. Ha vuelto el turismo y…

No llegó a terminar la frase. Un grupo de orientales irrumpió en la taberna, arrasando con sus flashes cualquier esperanza de privacidad.

Treinta y cinco años acojonado, huyendo de un país a otro. Se dice pronto. Para esto.

Y el otro seguía con Chema esto o Chema lo otro.

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