Al entrar por la puerta me saluda Antonio, tiene la cara amarillenta, de ese color que tienen los huevos batidos, pero los huevos del supermercado, los que llevan fecha de caducidad, no los que ponían las gallinas de mi abuela, con esa yema tan naranja. Algo me contó Cristina del hijo de Antonio, estaba enfermo u hospitalizado, no presté mucha atención, la verdad, prefiero mirarla mientras pienso en llevarla a la playa de mi mano, pasearla por el campo. Allí está, al fondo de la sala, es la única de toda la nave a la que le sienta bien el uniforme, casi casi parece un oficial. Ojalá quisiera venir conmigo a la exposición, me han dicho que los cuadros que han traído del MoMa son fantásticos, nunca antes habían estado en España; tengo mucha curiosidad. Ojala sienta lo mismo que al mirar El Guernica con esos símbolos y figuras tan brutales, tanta oscuridad y desgarro. Tengo ganas de ir a verlo de nuevo porque a veces el cuerpo pide un poco de emoción, aunque sea una sensación dolorosa, supone aceptar los horrores de los que el hombre puede ser capaz, el sufrimiento, la agonía. Aunque al estar frente al cuadro surge el eterno debate, ¿realmente provoca esas sensaciones o las tenemos ya aprendidas? Tantas clases de arte, tantas opiniones leídas, oídas, tanto erudito sentenciando con firmeza, quién iba a dudar de su criterio; por eso tengo ganas de ver las otras pinturas, no las conozco y no he leído sobre ellas, quizá me envuelvan y conmuevan de manera prodigiosa. Me resulta tan aburrido este trabajo, como sentarse a mirar una pantalla negra en la que de vez en cuando sale una imagen, pero siempre la misma, sin sorpresas; mi padre lo dijo cuando empezó todo, pero no le escuché, ¿quién escucha a su padre en el vigor de la juventud, cuando se abre ante ti un mundo de posibilidades que se compra con dinero? Yo quería salir, ser independiente y libre; empieza la cadena, llegan las piezas nuevas, las primeras que pasan por delante de mí están en pruebas, pero no hay problema, aún estamos despiertos. El tedio que consume las horas abotarga los sentidos. Cristina me está mirando, luego voy a decirle lo de la exposición, sin falta. No sé si le gustará Picasso, aunque da igual, si me sonríe mientras se lo propongo me dará calor suficiente como para pasar un invierno. La máquina empieza a fallar, se queda enganchada, me retrasa. Me estoy poniendo nervioso, antes era más sencillo, algo quebraba y se arreglaba mientras te dedicabas a realizar otra tarea, siguiendo el orden natural de la vida. Ahora la producción lo devora todo, como el ácido, correo, corroe, corroe; hasta que no quede de nosotros más que una carne cenicienta. No llego a mínimos como siga fallando tanto. Voy a tener que parar y pedir que acuda la encargada. Es rubia como Sandra, hermanita del alma querida, creativa, culta, casi etérea de tan delicada. Era bonito despertarnos el uno al otro, correr al patio, oler las flores, sentir el sol en las mejillas. Los buenos recuerdos siempre son soleados, tan distintos de los días que pasó en esta fábrica de cristales negros, sucios, opacos. Ya me está mirando con reprobación, si no dejarais que las máquinas cumplieran un siglo con una simple revisión, como si engrasarlas fuera suficiente, merecerían toda una puesta a punto, casi un homenaje como a los viejos combatientes. Dedican todo su esfuerzo, su plenitud a la producción. Esta se ha revelado; la reinicia, le mete mano delicadamente como si la acariciara, pero esta vez no funciona, no termina de arrancar, se cala cual motor. Ese R12 de mi primo, ese sí que fallaba, nos dejaba tirados a cada rato pero reíamos y fumábamos algún pitillo robado, nada importaba mucho. Cristina necesita ayuda, las piezas nuevas no se comportan como deberían. Miro a la encargada, suplicante, y funciona…ah la intuición femenina. Me coloco a su lado, nuestros brazos se rozan y ella me sonríe. Con este calor tengo hasta el final de mis días. Suena el pitido del final de la jornada, qué rápidas las horas desde que la tengo al lado, qué traidor el tiempo. Salgo, Antonio se despide…cáncer, ahora lo recuerdo, su hijo tiene cáncer, ¿lo he querido olvidar a propósito? Qué bien huele la noche, ¿qué flores habrán plantado que desprenden esa fragancia? Sandra de nuevo correteando delante de mí, jugando, escondiéndose. Llevaba el libro de El Principito en el bolsillo, nos sentábamos a leerlo. Que prometedor el futuro que teníamos delante, yo quería ser pintor, ella escritora, soñábamos al dormir la siesta en el monte mientras las nubes pasaban. Pero cuando enfermó hubo que dejar el monte, sólo olía las flores cuando abríamos la ventana, desde la cama también veíamos las nubes. Eso fue al principio, no parecía tan malo, mamá lloraba y yo no lo entendía, Sandra estaba tan bonita, siempre tumbada, pero tan bonita; así que nada había cambiado tanto. Hasta que un olor putrefacto empezó a impregnarlo todo, parecía mentira pero salía de ella, era Sandra la que olía a pura mierda, me sentía como cuando cruzábamos las huertas para ir al colegio al terminar la primavera. Iba a por tomillo y espliego, los poníamos a su lado pero ese olor no desaparecía, y según pasaban los días se hacía más intenso, fue cuando Sandra empezó a ponerse fea, sombría, gris. Es jazmín, lo que huelo de camino a casa. Qué maravilla, qué acierto plantarlo, conviertes tu calle en una calle más deseada, más caminada, más amable. Me marche sin invitar a Cristina a la exposición, mañana se lo digo, cortaré un poco del jazmín de este patio y se lo doy, sonreirá ampliamente y quizá, sólo quizá, dirá que sí. Pasearemos por el centro y la invitaré a un helado, será tan extraño y excitante verla fuera de la fábrica, imagino su vestido, la tela deslizándose por su cuerpo, apoyándose en sus caderas; cierro los ojos y huelo.

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