¿Cuándo seré yo? ¿Lo lograré algún día? Me gustaría no verme con los ojos de mi madre, ni juzgarme con la voz de mi padre, ni censurarme con las risas de mis hermanos. Quitarme todas esas capas con las que me aíslo, derrumbar esos muros que me protegen de la opinión ajena y llegar a lo más profundo de mi castillo interior, allí donde nadie se ha aventurado jamás por miedo al dragón que lo custodia con uñas, dientes y buenas dosis de fuego amargo en forma de bilis escupida por mi lengua viperina entre mis afilados colmillos de basilisco ante el más mínimo intento de proximidad.
Creo que nadie sabe lo que soy yo en el fondo, ni tan siquiera yo me conozco. Llevo tantas armaduras encima que me he olvidado por completo del color verdadero de mi piel y de la forma original de mi ser, hasta tal punto que me aterra adentrarme en mis profundidades, por si encuentro la nada, nihil, un vacío comparable a lo que existe entre átomo y átomo, esas partículas indivisibles que ya estudiaban los presocráticos como Gorgias de Leontinos y resulta que al final, en vez de morir Dios como anunció Nietzsche, he muerto yo y soy una calavera andante, que ni siente ni padece, solo tiene miedo de los demás y, por ese pavor, ha renunciado a todo lo que podía hacerlo único y diferente para convertirse en un miembro más de esa masa absurda que conforma la aldea global de McLuhan.
Lo peor, sin embargo, no es no ser nada, sino no saber cómo ser algo, porque nada puede surgir de la nada y yo no sé cómo reinventarme. ¿Qué es lo quiero? ¿Quiero algo? No lo sé, tal vez elegir no elegir la vida, como Mark Renton, aunque yo jamás me atreveré a sumergirme en los submundos de las drogas, más que nada porque no tengo a quién comprárselas. Yo solo quiero ser como el niño aquel, como el hombre aquel que es feliz como cantaba Jeanette. Puede que ahí esté mi fallo, en querer: si suprimiese el deseo, como proclamó Buda, conseguiría la felicidad y la paz interior, aunque para ello tenga que dejarme los labios recitando mantras como quien reza rosarios. Ante esta incertidumbre vital me encuentro desprotegido y sin respuesta: miles de años de civilización no han conseguido que yo sepa quién quiero ser, no me han dado ni un solo modelo a seguir, ni uno solo que no tenga sombras o que no tenga luces.
Cómo desearía que se me apareciese Isis, Afrodita, Lilith, Mari, Xochiquétzal, Scáthach, Yemayá, la Virgen María o alguna otra deidad todopoderosa y me revelase cuál es mi misión en la vida. Yo me arrodillaría ante semejante poder, abriría los brazos y dejaría que se hiciese en mí sus palabras y su voluntad. Yo no dudaría en dejarlo todo para seguir sus indicaciones sin dejar que ningún atisbo de duda penetrase en mí y, con la fuerza de la fe ciega, impondría su palabra a fuego y espada si así lo requiriesen. Qué fácil debe ser vivir así, convencido de que todo es cómo nosotros los vemos ─mejor dicho, como no lo vemos, sino como lo creemos─ y no pensar nunca, solo actuar, aunque acabase como las brujas de Zugarramurdi ante la Inquisición.
Pero no, ninguna divinidad se me ha aparecido, con lo que tendré que seguir comiéndome la cabeza en esta soledad infinita que me empuja al precipicio del pensamiento, que solo puedo acallar con comida basura y sentimiento de culpa. Odio no tener compañía y darle mil vueltas a todo: debería ponerme a trabajar veinte horas al día y no rechistar por las jornadas maratonianas pagadas con migas de pan y sobras, sino enorgullecerme de estar levantando este país con el sudor de mi frente y rajar de huelgas y luchas laborales; vamos, convertirme en un cuñado más e integrarme en cualquier bar.
La otra opción sería dejar a cero mi cuenta bancaria para seguir pagando másters y postgrados, porque se ve que en cuatro años de esfuerzo y sudor estudiando un grado ya no sirve para nada si luego no pagas a precio de oro más años de formación en los que conseguir contactos que te emplearán en un futuro en las cada vez más reducidas e inexpugnables redes de trabajo y, así, de paso, no engrosar la interminable lista del paro. También podría huir al extranjero, aunque no domine ninguna lengua extranjera, a buscarme la vida como ya hicieran mis abuelos, y recoger la mierda de otros ciudadanos que me tratarían con desprecio y superioridad, el mismo trato que dispensamos a los sudamericanos y los moros que se dejan la piel en las concertinas para limpiarnos las calles y recoger nuestras verduras.
Mire donde mire, todo lo que veo me asquea, no hay nada que me motive ni que encuentre digno de mi entusiasmo. Qué pena que la realidad no sea como una película de Hollywood y choque un día al salir del edificio con una maniac pixie dream girl buenorra a lo Emma Roberts o Zooey Deschannel cuya única función en la vida sea hacerme la mía más fácil, como la Agrado, y conseguir que yo haga algo de provecho en este mundo sin tener ella ninguna ambición más allá de mi figura.
Si tuviera valor, me ataría una piedra la cintura como Virginia Woolf, a la que yo no temo en absoluto, y me lanzaría al río para acabar con todo, o bebería veneno como Sócrates, pero con el hastío que me produce el mundo seguro que haría algo mal y me quedaría tetrapléjico, pasando a ser una carga enorme sin que nadie me rematase como a Maggie Fitzgerald o a Ramón Sampedro, recayendo todo mi peso sobre las ya de por sí sobrecargadas espaldas de mi madre, porque mi padre se escabulliría para irse a los toros y mis hermanos seguirían subiendo fotos a Instagram y dando vueltas con las motos para morrearse con rubias teñidas de gran escote y escueta falda cuya única preocupación es pintarse las uñas y los labios de rojo.
Así pues, solo puedo contar conmigo mismo, ya lo enunció un sabio francés: «Il ne faut compter que sur soi-même. Et encore, pas beaucoup…», de modo que seguiré buscando valor para atreverme a bucear en mis entrañas y quitarme las capas que tengo, mucho más que Shrek, con el que comparto estar rodeado de burros, aunque ninguno de ellos sepa hablar ni, mucho menos, empatizar conmigo y en eso es en lo único en lo que nos parecemos.
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