Los momentos previos al que te va a cambiar la vida son de una asombrosa normalidad. Comienzan, por ejemplo, con Luna, que se revuelve mimosa mientras le acaricio la panza y hundo mis dedos entre sus orejas blandas y puntiagudas.

Las dos de la tarde se asoma ya entre las manecillas del reloj de pared que heredé de mi abuela. De los pocos muebles que no han acabado desportillados en la mudanza. Tras las ventanas, el sol cae perpendicular; la hora que aplana los relieves y apaga los colores y en la que Miguel se niega siempre a hacer fotografías.

Me levanto del sofá, que me ha tenido atrapada toda la mañana entre acordes de una música que no alcanzo a recordar y un libro de Samatha Schweblin, que ha languidecido durante horas en mi pecho, apoyado del revés. Luna salta al suelo con la elegancia de una bailarina con tutú y desaparece.

Al incorporarme, mi mirada se pierde entre los retratos del mueble del salón. Con la maldad de un niño travieso, Miguel suele llamarlo “el muestrario de la espontaneidad humana”: la misma mirada a cámara, la misma sonrisa estudiada, el gesto deliberadamente distendido. Pero yo no dejo de ver un puzle al que solo le falta una pieza y que en pocos minutos ya no podré jamás completar.

Desde uno de los marcos parece mirarme mi madre, antes de serlo, pero cuando probablemente yo ya era su hija. En otro veo a mi hermana Mar el que suele decir que es el día más feliz de su vida: cuando dio a luz a Alba, una miniatura que luce arrugada y perdida dentro del pijama del hospital, con el brazalete de su nombre recién estrenado. En otro estoy yo en Mekane Birhan -aquella aldea etíope en la que un fotógrafo amateur apareció de la nada y me dio su tarjeta sin saber que ya no nos perderíamos de vista-; a mi lado, las misioneras del orfanato de Saint Mary sonríen porque el médico acababa de comunicarnos que la pequeña Melat, que había llegado al hospital siendo apenas unos ojos azabache temblorosos, había ganado algunos percentiles y podría salir adelante.

Este último marco está torcido. Al ir a colocarlo, el reflejo en el cristal me devuelve un rostro con algunos surcos desordenados aquí y allá, en la frente, en las comisuras de los labios. Unos cuantos cabellos asoman fuera de la coleta, blancos y rebeldes. Apenas queda rastro de la cooperante que se marchó decidida a Etiopía sin billete de vuelta. Me pregunto dónde habrá ido a parar, si de allí saltó a otro país o si se quedó para siempre donde la Historia cuenta que nació la Humanidad. Guardo la imagen en un cajón boca abajo. Ojalá fuera con rabia. Me digo que solamente es con nostalgia y pesar.

Voy a la cocina. En el frigorífico, un imán con forma de chancla y la palabra “Tenerife” me recuerda que tenemos que ir a comprar filetes de pollo, leche y fruta.

—Octubre ya, ¡cómo pasa el tiempo! ¿Verdad? ̶ a mi espalda, Miguel arranca una hoja del calendario donde pasan los meses, los años, la vida.

Se acerca a mí, con su torso desnudo y esos pelos de oso que al principio no me gustaron nada y él trató de domar con la maquinilla que bautizamos entre risas como “la podadora”. Hasta que la convivencia pone todas las cartas sobre la mesa y ya no lo intentó más.

Me rodea con sus brazos y me da un cálido beso en la mejilla. Después sonríe. Será la última vez que lo haga en los próximos meses.

̶ ¿Has oído subir al vecino? Otra vez iba con la bolsa llena de botellines. Está abonado al chino de abajo. Esta noche vamos a tener fiesta otra vez ̶ dice señalando con el dedo índice hacia arriba.

Asiento con la cabeza mientras saco dos huevos de la nevera. Miguel se abre paso para coger la lechuga y unos tomates cherry para la ensalada. Me guiña un ojo mientras agarra un bote pequeño de maíz.

Enciendo la vitrocerámica, que emite un beep, enrojece y empieza a desprender calor. Miguel abre el grifo. Yo vierto el aceite. Él lava los tomates. El aceite se desliza pesado sobre la sartén. El agua corre por el fregadero. El cristal templado enrojece por fases, como los anillos del tronco de un árbol. Miguel corta los tomates en rodajas. Mientras se calienta el aceite, ordeno los botes de especias: cúrcuma, curry, eneldo, orégano… Miguel barre las migas de la cena de anoche. Yo rompo los dos huevos en el borde de la sartén, que poco después comienzan a dibujarse en el fondo, donde el aceite crepita. Miguel va al baño.

En ese momento, La vie en rose suena en el dormitorio. Llamo a Miguel para que atienda el móvil pero no me oye. Bajo el fuego al mínimo y salgo de la cocina. Al ir a coger el teléfono la pantalla me confirma que es de la clínica. Desde que puse un pie por primera vez allí el tiempo se ha vuelto relativo. Instintivamente intento retrasar este momento. Cuando por fin lo hago, al otro lado se escucha la voz ronca de la doctora Martínez. Reconocería esa voz entre un millón. Estoy a punto de saber por qué ya no podré olvidarla.

De repente, el aire se vuelve denso. Miguel sale del baño a toda velocidad. Si grita algo ya he dejado de oírlo. Entra en la cocina, apaga la vitro, aparta la sartén y la arroja al fregadero. En la habitación, una fuerza tira de mí como un imán al suelo. Miguel corre para sostenerme pero solo llega a tiempo de agacharse y abrazarme. Con una de sus manos me tapa la cabeza. Entre la madeja de cabellos revueltos, a través de mis ojos vidriosos, Luna me observa desde la habitación pintada de azul. Debajo de casa, en el parque, en un día soleado que aplana los contornos y vuelve irreales los colores, los niños juegan, ríen, existen.

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