Aquel día, por fin desperté del sueño lúcido en el que vivía inmersa. Un sueño en el que nunca era yo, pero me sentía como tal.
Me incorporé y aunque no podía verlo, sabía que estaba llorando. No sabía el porqué, a pesar de saberlo. Me miré al espejo y volví a no verlo. No me sorprendía, ya que cada mañana practicaba el mismo ritual. Me despertaba del sueño, sabía que lloraba y me miraba al espejo. Esta vez me quedé ensimismada más tiempo, contemplando mi ser intrínseco. Era extraño, porque sabía que no era aunque existiera, y muchos, no podían entenderlo.
Salí de casa y me camuflé entre la multitud. Los individuos iban dándose golpes unos a otros ansiosos por coger sus respectivos trenes. Entre golpe y golpe, pude divisar a mi grupo de amigos. Los saludé con euforia como siempre, pero no me veían. Les llamaba ambiciosamente amigos, cuando ni siquiera sabían quién era.
Caminamos un largo recorrido, hasta llegar a la calle paralela a la de nuestra oficina. Ahí es cuando pasó, otra vez. Atropellaron a un niño de ocho años, iba detrás nuestro mientras cruzábamos la calzada, hasta que una conductora no lo vio cruzar. Me atormentaba que el niño hubiese sufrido el accidente, aunque mi verdadero dolor provenía mayoritariamente de mi posible capacidad de pararlo. Podía y no podía. Podía porque estaba cerca, y pude ver que la señora se acercaba con su coche, y no veía al niño. Grité reiteradas veces, pero era absurdo. No soy, y cuando no eres, no puedes.
No me despedí de aquellos a los que llamaba amigos, simplemente me fui. La impotencia podía conmigo, no era la primera vez, ni sería la última. Me dirigí a casa acelerando el paso cada vez que un pensamiento irascible pasaba por mi mente. Giré la esquina de la calle en la que vivo y me paré en cuanto le vi.
Su nombre es Uri, y es una persona, de las muchas que no conocía, que me resultaba agradable cada vez que le observaba. Había perdido la cuenta de las veces que había visto a Uri por esa calle, y también de las que había intentado que me viera o tan solo que me notara. Simplemente que supiera que existo, sin existir.
Me quedé un par de minutos viendo como se iba, y seguí el camino hacia casa. Volví a mirarme al espejo y fui directa a la cama.
El vacío que me iba inundando día a día, iba formando parte de mí, hasta tal punto de no discernir entre el vacío y mi persona. En el pasado, me había dedicado a buscar un porqué, un sentido, un algo que me mantuviese con esperanza, pero no la había. No había esperanza para mí. Mi vida era dejarme llevar por la corriente, vivir sin vivir el significado de dicha palabra. Dejé de ser quien era, si alguna vez fui alguien. Abandoné cada una de las cosas que no tenía, y de hecho, fue fácil conformarse cuando siempre había estado inconforme.
El dilema es que no soy nada pero soy, existo, pero dejó de existir cuando soy, cuando soy vacío. Nadie me ve, nadie me escucha, nadie me siente. No puedo verme, solo oírme, solo sentir mi pensar. La existencia de mi persona es ininteligible. Ni si quiera sé si tengo cuerpo, quizás sólo sea mente, quizás solo sea una idea que vive. Quizás sólo sea la nada, en busca de un todo que le dé sentido a mi significante, que complemente a mi significado.
Sólo sé, que aparecí, y ahora no puedo aparecer ni desaparecer. Soy observadora de la vida, sin poder participar en ella. No sería un problema, si no fuera porqué siento. Siento y siento dolor, ardor en el corazón que desconozco, lágrimas recorriendo la cara que quizás no posea.
Sola e impotente. El monotema que se repite cada día en mi mente, y que se repetirá como un bucle infinito sin principio y sin final.
Mi única labor es pensar, y ni pensando hay sentido. Ni si quiera tengo el derecho a buscarle un sentido a la vida, como haría cualquier humano. Es el sin sentido, lo ilógico de todo, lo que me mantiene hilarante. ¿Existo por alguna razón? ¿Simplemente soy pensamiento? ¿Es eso todo? ¿Soy una proyección de mi mente?
Pienso, y sé que existo, pero si nadie aprueba mi existencia, dejo de ser real. Sin familia, sin amigos, sin compañeros de vida, sin personas, no puedo apreciar lo que es la vida. Nunca entenderé la vida y nunca sabré que es. Simplemente, sobrevivo mientras voy apagándome día tras día.
— ¿Alba?
Escuché una voz y la sentía cerca de mí.
— ¿Alba? ¿Me escuchas?
Volví a oírla, y esta vez la sentía mucho más cerca. Sentí algo extraño, nunca había sentido algo semejante.
—Llama al médico, está abriendo los ojos.
¿Ojos?, pensé para mis adentros.
Es entonces, cuando vi. No solo vi, vi que me veían.
Había una mujer con unas ojeras muy pronunciadas, un hombre que lloraba y no apartaba la mirada, dos niños de edades similares que sonreían y un chico que dirigía su mirada incrédula hacia mí. Mi mente no podía asimilarlo, no podía si quiera reaccionar.
¿Alba? ¿Era mi nombre?, pensé.
Miré varias veces mí alrededor, hasta que pude moverme. Mover el cuerpo que nunca pensé que tendría, pero que parecía que ya había tenido.
— ¿Me veis?—dije intentado comprender la situación.
—Claro que te vemos, hija—dijo el señor que se encontraba a mi derecha.
¿Hija? ¿Tengo familia?, pensé.
—Alba…—dijo el chico a mi izquierda, que seguía con aquella mirada.
No sabía cómo reaccionar, sólo podía pensar en una única cosa: me ven, me sienten, me oyen, y me hablan.
Me incorporé de inmediato. Eché una ojeada a cada uno de ellos en busca de información, no sabía cómo actuar.
Me levanté.
—No te muevas, aún no—dijo el chico, esta vez serio.
—Sólo quiero verme—dije señalando el espejo.
—Déjame ayudarte—dijo él.
Lloré en cuanto eché el primer vistazo. Tenía un reflejo, podía apreciarme. Yo, era alguien. Yo, tenía familia. Yo, existía.
— ¿Te duele estar de pie? ¿Por qué lloras? —dijo él.
Me giré y les miré a todos, que me observaban minuciosamente, intentando entenderme.
—Creo que es felicidad—dije mientras me secaba cada una de las lágrimas que habían recorrido mi rostro.
La mujer, mi madre, se acercó y me abrazó. Podía sentir como me quería, no necesitaba ni si quiera que me lo comunicase, el abrazo hablaba por ella.
— ¿Acaso sabes cuánto tiempo llevábamos esperando que despertaras? Te he echado tanto de menos, hija—dijo mientras sollozaba sin pausa.
Seguía rígida, sin saber como gestionar una vida que había olvidado.
—Dos años Alba—añadió el chico.
Se acercó, mi madre se apartó y me abrazó.
—Llevamos dos años, observándote, hablándote, sin que nos vieras, sin oírte… Acumulé muchísima impotencia, yo…—dijo él.
No sabía quién era, no sabía quiénes eran. Irónico.
Vivía soñando en un mundo en que era la nada, y el mundo ajeno a mí, lo era todo. La realidad es que para ellos, yo fui el todo y ellos la nada.
Dejé de actuar de manera rígida y dije:
—Sé que no recuerdo nada, y me gustaría hacerlo pronto. Pero, quiero daros las gracias. Gracias por aceptar mi existencia. Gracias.
Me miraron sorprendidos y pasados un par de segundos, me acogieron con una sonrisa.
—Gracias a ti, por aceptar la nuestra—dijo el chico.
—Es como dice Uri, Alba. Gracias a ti—añadió mi padre.
¿Uri?, pensé.
Reí y sonreí ante la vida.
Ahora soy, y seré. Seré hasta que deje de ser y mientras sea, seré en su plenitud.
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