Cuán cruel puede ser un olor cuando el manjar se vuelve accesible solo para unos pocos.

Siempre en la antesala. Desde lejos. Siendo espectador de la vida de otros, sintiendo el respirar como un castigo más que como un derecho.

Esta noche han puesto velas en las mesas de las terrazas. Es verano y miles de pies deambulan alborotados por este sábado pegajoso de Julio.

Tengo hambre. Estas últimas horas se han transformado en días. Lo siento en las pocas carnes pegadas a las costillas, y en ese dolor intenso bajo el pecho que se mezcla con la angustia de lo inalcanzable.

Estoy sucio, lo sé. Pero en cuestión de prioridades sobrevivir al rugido del estómago es lo primero.

Quizá debería utilizar la lastima como recurso para conseguir comida. O tal vez debería correr y robársela a algún niño. Pero debo conservar las pocas fuerzas que tengo para actuar en el momento exacto.

Me arrastro invisible entre la multitud como una noche más. A veces siento que soy esa parte del mundo que no encaja en ninguna parte. Tal vez por esa nada cotidiana a la que te acostumbras después de los gritos y desprecios. O simplemente por el olvido.

Tengo hambre. Pero… ¿para qué seguir comiendo cuando ya nada importa? Sobrevivir duele tanto como una tripa vacía. Aunque no siempre fue así…

Una vez tuve una casa, comida en mi plato, ropa nueva y una madre con olor a bizcocho.

Mamá bizcocho era de esas mujeres fuertes y redonditas, con el pelo corto y blanco, las manos suaves y una selva entera en sus ojos verdes y brillantes. A mamá bizcocho se le hizo tarde para el amor y prontas las obligaciones de la vida. Jamás hubo un padre o más hermanos. En nuestro mundo éramos solo ella y yo y nos bastábamos.

Cada mañana desayunábamos juntos en la mesita de la cocina; ella con su mirada puesta en la ventana pensando quien sabe en qué. Yo con mía puesta en ella contemplando la magia de todo el universo en nosotros para ser feliz.

Cuando ella murió yo también morí. Todavía recuerdo aquel fatídico día que corrí tras la furgoneta que se llevó los muebles, las fotos y recuerdos de lo que alguna vez fuimos.

Y lloré. Por todas aquellas cosas que nunca más como los paseos, el sonido de la radio para dormir, la siesta, sus manos en mi cabeza y su olor a bizcocho.

Quisieron encontrarme otro hogar, pero los otros padres siempre se llevaban a los más pequeños. Cuando tuve la suficiente edad escapé sin mirar atrás. De nada sirve albergar en la nostalgia lugares sin sentido.

Así que adopté la calle como mi hogar. Con el cielo como mi techo y el asfaltado como un destino rotundo de quién ya no puede volver.

Con el paso de los años descubrí que la calle no es tan mala. Lo malo son las ganas de un abrazo cuando el frío duele. Cuando se moja el trozo de cartón, o cuando aprieta el desamparo. Y son tantas vidas dentro de una misma… Porque permanecer no es vivir. Es acostumbrarse a la arena y al viento golpeando en el cuerpo de manera retórica, dejando de lado lo bonito del mar.

Tengo hambre y allí están ellos. Perdidos. Hace tiempo que dejaron de mirarse. Tal vez en un momento estuvieron enamorados y veían el universo en sus ojos al igual que lo hacía yo con mamá bizcocho. ¿En qué momento antepusieron una pantalla ante sus ojos eludiendo lo que de verdad es importante? No lo sé… pero ahora lo que de verdad importa es alcanzar mi objetivo. Mantenerme atento al mínimo descuido para poder avanzar. He contado y calculado los pasos que me separan de la mesa, ahora solo queda esperar.

En la calle hay más gente con cierta actitud de fastidio y calor impacientes por sentarse . Y creo que es lo que lleva al camarero a dirigirse a la joven pareja que sigue perdida y ciega en sus pantallas.

– ¿Van a tomar algo más los señores?

– No. Por favor la cuenta – contesta la chica sobresaltada pero amable.

Y entonces comienza el duelo de quien paga que, de quien paga todo y de quien paga nada. Intercambiando papeles, dejando las servilletas sucias sobre la mesa y las sillas descolocadas al marcharse. Y en el plato las vueltas. En las vueltas un camarero con prisas. En la calle la gente impaciente ejerciendo una presión muda esperando a ser sentada. Y allí mi momento, allí mi objetivo: ¡las sobras de un pollo con patatas! junto las pocas fuerzas, contengo el aliento y me abalanzó sobre en manjar eminente. Casi como un sueño puedo sentirlo deslizándose caliente aún hacia mi boca, que abro grande para conseguir la mayor parte, cierro los ojos ya casi puedo sentirlo y… ¡boom! Un fuerte golpe en la cara me para en seco a centímetros de la mesa. A mi lado el camarero, con la mano levantada y lista para volver a azotarme me mira con desprecio y grita:

– ¡Fuera de aquí perro del demonio!

Ahora ya no soy invisible, el resto de mesas se ha girado para contemplar el espectáculo.

A lo lejos un niño pregunta:

– ¿Qué hace el perrito papá?

Yo solo quiero correr. Desaparecer. Ahora me duele el hocico además del estómago, y no puedo evitar lanzar un gemido largo y sordo para gritar que aún sigo aquí. Que tengo hambre y que me duele. Así que una vez más corro sin rumbo. Tal vez mañana tenga más suerte, tal vez el camión de la basura, tal vez…

Casi como por inercia la noche me lleva al sitio que alguna vez fue mi hogar. Ahora lo habitan otras personas así que intento no hacer ruido, acurrucándome en la puerta de la entrada, haciéndome pequeño sobre mis patas y hundiendo el hocico todavía dolorido entre ellas. Pensado que alguna vez de caricias y de una mamá con olor a bizcocho estaba hecha la vida.

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