A pesar que ya estaba todo decidido, se aferró fuertemente al ancla de sus raíces creyendo que modificaría su destino. Así quedó tras un manto de lágrimas, mirando como el puerto de Génova se iba perdiendo en el horizonte…y ante lo nuevo, no se resistió más. Soltó lentamente las cadenas, giró su cabeza y al fin se permitió mirar hacia la otra orilla: Argentina.

            Era el 18 de noviembre de 1949, desde ese día sería  todo novedoso. Sólo   le quedaba  amigarse con lo que el destino  le depararía, en el buscado y nuevo lugar. Ese que su hermano mayor Carlo le había descrito como próspero, libre y que le permitiría concretar sus deseos e ilusiones. 

           Desde la salida del puerto lo siguieron sus propias lágrimas: gota por gota se fundían en el mar y lo ayudaron a unir ambas orillas. Lo más difícil era saber si semejante esfuerzo valía la pena. Se lo preguntó una y mil veces. Creo que nunca supo la respuesta. Sin embargo su fe pudo más y siguió  creyendo. Mi viejo: «el tano Giovanni» soportó todo, peleando por sus ideales.

            Por ultima vez miró a  su alrededor. Sintió que el barco le había sido cómplice y fiel, sin embargo debía abandonarlo. Los remolcadores arrastraban al Cabo Corrientes rumbo al puerto de Buenos Aires y pronto el Albergue de los Inmigrantes le daría un espacio digno de  bienvenida. Era el momento en el que se cortaría definitivamente el cordón que unió  los dos países: su Italia gestadora y concreta y la Argentina abstracta de la esperanza. Decididamente tomó su valija e invitó a Oretta, su mujer y a sus hijos Pierluigui y Marino a seguirlo. Firme enfrentó la última escalera. Bajó lentamente escalón por escalón . Al llegar al último sintió mucho temor, un sudor frío recorrió su espalda. Quedó así infinitos segundos. Por fin  un intenso calor comenzó a aliviarlo. Allí en ese mismo escalón, aferrada a la baranda de esa escalera había estado Clotilde, su mamá hacía tan solo veintitrés días, despidiéndolo. Mil imágenes y pensamientos cruzaron por su mente. Cerró fuertemente su mano y arrancó aquel calor que se lo llevó para siempre y que por muchos años lo acompañó (treinta y cinco más) para pelear  en innumerables días de dudas. 

           El reloj de su cansancio le marcaba la hora del descanso. Dejando a un lado el zapín se escupía sus callosas manos, para sacarles la tierra; esa misma tan  aterronada y dura pero tan generosa que lo cobijó. Mientras se las secaba refregándose en el roído pantalón, compañero y testigo de las jornadas del intenso trabajo,  se erguía lentamente buscando el alivio reparador. Y así su vista,  por lo menos los primeros tiempos, acompañaba la caída del sol. Era el único momento, al encontrar el horizonte, en el que podía unir aquellos doce mil kilómetros que los separaban de todas aquellas cosas que él había decidido dejar.

           No podía volver atrás. Nuevas lágrimas lavarían aquella  joven cara (apenas tenía cuarenta) y lo preparaban para volver a ver el sol, al día siguiente, zapín en mano, para pelear con y por la tierra.

 

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