Nunca he sabido peinarme. Ni siquiera una simple coleta. Nada. La falta de pericia la he suplido con un buen corte de pelo y una buena peluquería por la que paso una vez al mes para mantener un color de pelo que todo el mundo cree que es el mío.

Y de pronto llegó el virus. El miedo. La tristeza. La ansiedad. Las noches en blanco. La preocupación por los que quieres. 

Y el momento de ir a la peluquería.

Al principio no fue demasiado preocupante, pero al inicio de la tercera semana, al mirarme al espejo descubrí que mi pelo tenía al menos dos dedos de un color diferente. Y lo peor es que el color era gris, en algunos tramos casi blanco. Por eso me decidí a llamar a la peluquera/amiga que me explicó con todo detalle, incluyendo un video tutorial, lo que tenía que comprar y como teñirme yo sola. Como me conoce, me aconsejó encarecidamente que siguiera con todo detalle sus instrucciones para garantizar que cuando esto acabe tenga no ya un color perfecto, sino que al menos me quede pelo.

Llena de dudas, pero también de buena voluntad, me apresuré a comprar por internet todos los productos que me había aconsejado, a saber: un cuenco para preparar el tinte -me he enterado de que se llama paletina- un pincel, un frasco de líquido oxidante y el tinte en sí mismo. Cada producto lo vendían en un sitio distinto, y con unos gastos de envío desmesurados, pero dispuesta a todo, no dudé un instante en pagarlo.

Al día siguiente recibí la paletina. Tres días después me llegó el oxidante, pero oh sorpresa, solo venía el embalaje. Tras múltiples discusiones telefónicas accedieron a devolverme el dinero porque está claro que en estos tiempos apocalípticos el oxidante está a tan solo unos pocos pasos del papel higiénico, y no hay ni va a haber existencias.

Acabo de recibir un correo indicando que el tinte tampoco me va a llegar. Empiezo a parecerme a Gandalf.

Qué razón tenía quien dijo que las peluquerías eran esenciales. 

Por cierto, vendo una paletina.

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