Podían ocultarse del resto del mundo. Podían, incluso, no darse cuenta por ellos mismos de lo que estaba sucediendo entre aquellas calles pero todo lo que quedaba fuera de aquel extraño y complejo binomio no podía ni quería pasarlo por alto.

Ámsterdam brillaba más que nunca, como siempre. Sin embargo, era el cristal de los canales lo que reflejaba lo más brillante de aquella noche de enero: sus sonrisas. Él la miraba de vez en cuando y de reojo. Le recordaba a Galicia, a lluvia fresca y a sol templado. Le inspiraba tranquilidad y esperanza en un mundo, su mundo, que se caía a pedazos desde hacía algo más de un año. Siempre había pensado que sus caricias debían ser como el tacto del ala de una abeja cayendo sobre su mejilla, o como un copo de nieve esquivando partículas de oxígeno y buscando llegar al suelo para tumbarse y observar el espectáculo. A veces no podía dejar de pensar en otra cosa; a veces solamente quería tumbarse y observar el espectáculo.

Era arte la forma que tenía de mover los labios al hablar y parecía teatro cómo la brisa buscaba su pelo y se dejaba enredar en él. Su contoneo de caderas sólo podía explicarse salido de algún pub del Barrio Rojo y su risa ridiculizaba a cualquier payaso de cualquier circo de cualquier puñetero lugar del mundo. ¡Y sus ojos! O más bien su mirada. Su mirada enmarcada en pestañas color sueños desvelaba todos y cada uno de los trucos que hasta el mejor ilusionista podría haber puesto sobre la mesa. Él no creía en esas gilipolleces pero hubiese llegado a afirmar que a veces, ella, parecía magia. Y su inconsciente, aquella noche, se estaba retorciendo por reprimir las ganas que tenía de chasquear los dedos, de acariciarle como a una baraja de naipes y de descubrir todas y cada una de sus caras. Puede que nunca hubiera creído en la magia pero, en aquel momento, tampoco le habría importado buscarla por su espalda.

Ella andaba cabizbaja la mayor parte del tiempo aunque disfrutaba elevando su mentón y mirándole. Sabía lo que podía llegar a provocar con sus ojos. Se lo habían dicho. Lo había notado con descaro en sus veintitantos años de vida y sabía perfectamente que él tampoco era inmune a aquella mirada. Llevaba sus zapatos favoritos y pisaba una ciudad que insultaba por su belleza. Todo podía detenerse en aquel mismo instante que nada, absolutamente nada, habría conseguido perturbar la paz interna que sentía. Paz y libertad. Dos palabras que se repetía como mantras en cada amanecer, que tintineaban en su cabeza de forma constante, que le dolía infinitamente notarlas lejos o, peor, fuera. La risa que se le escapaba al chico de ojos café amargo llenaba sus pulmones con una paz excéntrica, casi ridícula; y sin embargo, era la libertad como banda sonora de su existencia la que le bloqueaba el sistema nervioso y le impedía a sus músculos elaborar cualquier tipo de respuesta .

Un breve carraspeo rompió el silencio de la noche. Él miró en dirección contraria a los ojos menta que mantenía a su izquierda y enfocó brevemente sus pupilas en la luz que desprendía una de las tantas farolas que adornaban el canal.

    • – ¿Todavía no sabes montar en bici? – Una sonrisa acabó la frase y clavó sus ojos en ella.

Le miró como se mira ese peluche favorito de la infancia cuando vuelve a tus manos unas décadas después. Te quedas mirando fijamente sus ojos, ya no tan llenos de ilusiones proyectadas, pero todavía eres capaz de tocar algo de inocencia, de felicidad pura, y cuando menos te lo esperas la nostalgia pega un zarpazo a tu corazón. Ya no eres el mismo, pero él no ha envejecido nada, o al menos no lo ha hecho por fuera tanto como tú. Los años pesan, las ausencias duelen, arañan, paralizan, los sueños se arrojan por ventanas en forma de aviones de papel… y tu peluche favorito parece seguir intacto, ajeno a todo el drama que conlleva tener algo latiendo en tu pecho, atrapado entre costillas y rodeado de órganos recubiertos de sangre que se mueven siguiendo un patrón constante.

    • – Nunca aprendí, cada vez que lo intentaba me caía. Supongo que mantener el equilibrio no es lo mío. – Dijo ella en decrescendo y sin mirarle, finalizando con una sonrisa malograda.

Cuando disminuía el sonido de su voz, a veces sentía que le temblaba y se ponía nerviosa. Se tocaba el pelo un par de veces y buscaba algún punto determinado de su campo de visión donde fijar sus ojos y aparentar tranquilidad. Desde pequeña había tenido el sueño extravagante de ser actriz “como la mayoría de niñas de su edad”, pensaba; y se le habría dado jodidamente bien. Sin embargo, a veces te inculcan que hay que soñar más en pequeñito, no aspirar a tanto porque la mayoría del mundo no obtiene “tanto”, ahorrar esfuerzos y fracasos y seguir una linea eterna de éxitos y seguridad. Valiente inconformista la que domaba bajo su piel por todavía seguir guardado los modales, esperando hambrienta el momento idílico para salir y sembrar decepciones en todas aquellas mentes anquilosadas de estabilidad que le habían hablado a su «yo» diez años más joven.

    • – ¿Y nunca más lo vas a intentar? – Él le cogió del brazo y paró en seco, obligando a que sus ojos se encontrasen de nuevo, sin filtros.
    • No, no… no lo se. Hay ciertas cosas que a veces es mejor dar por perdidas si tienes que forzarlas mucho para que sucedan.

Un silencio incómodo se apoderó de ambos. Él soltó una risa breve y nerviosa intentando quebrar la seriedad que había caído como un bloque de hormigón armado sobre ellos. En menos de dos minutos la conversación se había tornado confusa y afilada. Ella seguía con sus ojos verdes clavados en él, pero ahora fría e inmutable. A él una corriente eléctrica le recorrió la espina dorsal, sacudiéndole, haciéndole notar el frío de los Países Bajos en enero. No sabía muy bien a quien tenía delante en esos momentos. Se aclaró la garganta y miró el reflejo de las luces justo detrás de ella.

    • – La chica de París nunca habría dicho eso. – Susurró volviendo a hundir sus ojos en ella y le rozó la mejilla con su pulgar, como en un intento de confirmar que la seguía teniendo enfrente, que todavía no se había ido.

Habían pasado cuatro años de aquello, de París con sus risas de fondo, de fotos bajo paraguas y lluvia incesante; y seguía sintiendo lo mismo al acariciarle y tenerle a pocos centímetros. Habían pasado cuatro años, distancia, modos de vida distintos, aspiraciones opuestas y golpes varios, y seguía sintiendo que era el hombre más afortunado del mundo por tener aquellos ojos menta, un fin de semana cualquiera, en una ciudad que no los conocía todavía, refrescando y removiendo todas y cada una de las partes de su sensatez. Pero si algo sabía es que ella nunca hablaba por hablar.

    • – La chica de París murió hace algún tiempo.– Dijo ella en un tono de voz débil mientras cerraba los ojos y disfrutaba un poco más del tacto de su piel.
    • – ¿Y por qué la estoy viendo ahora mismo entre canales, más guapa que nunca? – Su pulgar se deslizó de su mejilla a su mentón, elevándolo ligeramente para que ella abriera los ojos otra vez.
    • – Siempre he creído que a quienes les suceden cosas malas se les dibuja un brillo especial en los ojos y son más bonitos ¿sabes? Incluso si te fijas bien, por la calle puedes diferenciarlos del resto porque desprenden una belleza inusual. Y creo que con las ciudades pasa lo mismo. – Hizo una pequeña pausa para tomar aire y mirarle fijamente unos segundos más – Ámsterdam se merece la belleza inusual de haber perdido una historia como la nuestra.

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