Soplé las cuarenta y ocho velas que invadían mi flamante tarta de chocolate y no sentí nada. Todos en el jardín aplaudieron con fervor como si estuvieran obligados por el entusiasmo de la situación. Levanté la mirada al cielo azul y en ese preciso instante pasaba uno de esos mayúsculos zepelines anunciando una nueva y mejorada bebida vigorizante. En la pantalla gigante que paseaba el mastodóntico aparato se proyectaba el siguiente eslogan: La felicidad compartida es todavía mayor, mientras dos alegres jóvenes de melena dorada jugaban en la playa y sonreían para el resto del mundo. En seguida ese supuesto anuncio se perdió entre uno de tantos rascacielos plateados que intentaban trepar hasta el sol de media tarde. El tráfico aéreo era escaso. Era un fabuloso domingo de verano, día inmejorable para celebrar la llegada de mi muerte.
Al nacer fui clasificado dentro del grupo D-B4, es decir, entre aquellas personas que morirían entre los 46 y 48 años. Mi larga cabellera siempre escondía la fecha exacta. Mi mujer era de aquellas que no le daba importancia. De hecho, durante prácticamente toda su vida, había lucido su nuca desnuda sin ningún tipo de pudor. Esta mañana en el baño, después de hacerlo en la ducha, volví a fijarme en esa data perenne marcada como un código de barras: 7-12-2105. Me sentí aliviado al recordar que ella podría seguir disfrutando de la compañía de nuestro hijo durante al menos 19 años más. Él había tenido suerte. Fue clasificado dentro del grupo H-D2, 82 años, una larguísima vida por delante para cumplir su sueño: ser piloto de transbordadores comerciales y viajar hasta Marte.
Fue justo antes de que mi hijo empezara a encender las velas ante la sonrisa velada de todos los invitados cuando recordé la primera clase de Deceso. Aquel día la profesora, nada más entrar en el aula escribió en la pizarra sintética “El Final del Glorioso Camino“. Acto seguido subrayó con fuerza la palabra glorioso. Contempló a la clase en silencio. Yo alcé la mano y pregunté por qué había hecho eso.
– La muerte es un hecho, pero esto ya lo sabéis. Morir satisfechos tiene que ser el objetivo y la gloria es parte del camino hacia la felicidad. Morir felices tiene que ser nuestra prioridad. Celebrar la muerte, que sea ella la que nos corone, y antes de todo ello nos queda un largo camino por delante.
Tenía 13 años y el mensaje quedó grabado en mi mente como el epitafio de una firme losa.
Mi hermano se acercó y me dio un abrazo. Era mayor que yo y poseía una vitalidad envidiable. A él le quedaban todavía 12 años de vida pero llevaba desde la mayoría de edad viviendo en los límites de la imaginación. No le gustaba perder el tiempo, decía. Era de esa especie obsesionada con exprimir la vida, sudar adrenalina y arrepentirse de todo si era necesario. De todas formas, yo hacía años le notaba algo más fatigado, perdido y sin rumbo.
– ¿Qué?, ¿cómo te encuentras?
– Bien, supongo. Es raro, ¿sabes?
– ¿Qué quieres decir?, ¿no estás emocionado? Es el punto y final a tu vida, joder, ¿te acuerdas de papá? Ese día yo le vi feliz. No dejaba de bromear y de decirnos cuánto nos quería. Ni siquiera parecía él. Estaba orgulloso. Y tú, mírate, has hecho historia. No solo eso, tienes una mujer preciosa y un hijo maravilloso, como yo. Esos coches pululando por ahí arriba, besando las nubes y atravesando edificios kilométricos son obra tuya. El cielo es obra tuya, piénsalo de esta manera.
– Sí. No te voy a engañar. Me gusta mirar arriba. Sea por la mañana, sea por la noche, sobre todo cuando son sus luces las que iluminan la ciudad. ¿Te acuerdas cuando fuimos a Chile, nuestro primer viaje juntos de verdad, como hermanos?
– El desierto de Atacama.
– Fue el primer día que intentamos atravesarlo. Era invierno y aun así el calor era insoportable.
– Solo me acuerdo de todas las veces que intentaba arrebatarte la cantimplora porque yo era incapaz de controlar mi sed.
– Y no solo eso. Tú querías ir a toda costa hasta la otra punta y yo solo rezaba por no encontrarnos ningún tipo de animal venenoso custodiando el desierto. Sabes que odio las serpientes. Durante el día fue como viajar a otro planeta. La palabra inhóspito se debió inventar para lugares como ese. Fue por la noche, cuando el sol desapareció y las estrellas hicieron acto de presencia. Sabía que existían las estrellas, como no lo iba a saber, soy un enamorado de la astronomía. Pero nunca las había visto. Fue la primera vez en mi vida que, estando ahí debajo, sentí miedo, temor, pánico terriblemente justificado por mi miserable existencia. Nunca había sentido tal conexión con este planeta. Quería poder contemplar esa noche todos los días de mi vida.
– ¿Y puedes decir que lo has conseguido?
– No, la verdad. Sabía que eso era imposible pero me ayudó a no olvidarlo. -mi hermano sonrió. Era una sonrisa franca, pensé, pero su mirada típica de un adolescente en estado de pura efervescencia esta vez le delataba. El fulgor marino de sus ojos llevaba ya unos años apagado. El mar de su mirada llevaba ya un largo tiempo viviendo en una eterna noche sin luna. ¿Qué le que quedaba por vivir? Esa era una pregunta que me hacía con frecuencia-. ¿Y tú?, ¿cómo estás?
– ¿Yo? Sabía que este día llegaría y que nuestra historia terminaría aquí. Soy feliz de haberla vivido. No todos pueden decir que han compartido la vida junto a un hermano. Y menos como tú. Eso es mucho para mí
– Y que, ¿me echarás de menos?
– Venga va, no te flageles con ese tipo de cuestiones.
Desde algún espacio libre que quedaba esparcido entre la multitud alguien gritó “¡foto!”. A mí me tocó, claro, fui prácticamente posando para todos los invitados que querían sacarse una foto conmigo. Uno de ellos me hizo posar de una forma algo estrafalaria, ni siquiera sabría definir cómo. Era mi sobrino, a punto de cumplir los 18. En las despedidas, como a mí me gustaba llamarlas, era casi una tradición sacarse una foto con el condenado, que así llamábamos jocosamente. Ayer, mientras revisábamos otras despedidas a las que habíamos asistido a lo largo de nuestra vida tuve una pequeña conversación con mi mujer.
– ¿Qué piensas hacer?
– ¿A que te refieres?
– Bueno, ya lo sabes, es bastante obvio. No me extrañaría que no lo hubieses pensado antes. Yo lo hubiese hecho. No me malinterpretes, no tengo intención de increparte nada, ni siquiera de discutir, es solo curiosidad.
– Sabes que eres el único hombre con el que he estado y el padre de mi único hijo -no pude evitar desviar la mirada en ese preciso instante.
– Eso no significa nada.
– Para mí sí.
– No te creo.
– ¿No me crees?
– No me creo que haya sido el único hombre con el que has estado.
– ¿Qué estás insinuando?
– No existen esos viajes a Francia los primeros fines de semana de cada mes.
– Sabes perfectamente que hablamos de eso al principio de nuestra relación.
– Debes ser la única que recuerda esa conversación porque entonces no entiendo con qué facilidad eres capaz de mentirme.
Me lanzó una mirada cansada, vacía y sin vida. No había nada que descifrar en sus pupilas y tampoco pretendía ocultar tremendo hecho. Me preguntaba si mi mirada era igual de inerte. Volvió a su teclado portátil y añadió con no mucho interés:
– Hemos cumplido nuestra función, ¿no? De eso se trataba. Pues ya está, no hay nada más que preguntarse ni ningún otro interrogante que responder. Pasado mañana ya no estarás aquí entre nosotros y yo tendré que empezar a plantearme mi vida de nuevo.
– Lo sé. Como he dicho, era solo curiosidad, y por eso intentaba saber si ya habías empezado a hacerlo.
– ¿El que?
– Replantear tu vida.
– Claro. Como acabas de decir, tú también lo hubieses hecho.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que te conocí.
Esa noche quería dormir solo. Una vez cerrara los ojos y conciliara el sueño no volvería a despertar. Mi padre en su momento decidió dormir con mi madre. Uno de mis mejores amigos de la universidad decidió hacerlo solo, como yo. Hay quien prefiere abrazar un estado de embriaguez total y con solo apoyar la cabeza en la almohada dejarse llevar. Mi mujer aceptó el gesto y mi hijo también, algo que solo comprendí cuando recordé que decidió acompañarme el día anterior, como si ya me hubiera dicho adiós. De todos modos fue algo extraño. No me pareció un niño de 10 años.
Me tumbé en la cama y miré al techo. Pasó un rato hasta que me oculté con el edredón hasta la punta de la barbilla como hacía siempre, fuese invierno o fuese verano, y me acomodé de la única manera que era capaz dormirme, como un niño pequeño cuando acontece tormenta y cree poder refugiarse bajo el conjuro protector de la frazada.
La noche era tranquila ese día. Algo nublada pero sosegada, como si esperara agazapada. Antes de intentar cerrar los ojos lo busqué en mi cabeza. Recorrí calles angostas, paseos claustrofóbicos dominados por edificios imperiales, avenidas que homenajeaban soberbias victorias y demás obras triunfantes que poblaban mi mente como recuerdos orgullosos que se elevaban encima del otro. Pero me di cuenta de una cosa terrible al entrar en la iglesia. Yo no había construido esa ciudad, alguien lo había hecho por mí.
Entonces apareció como un ingrato relámpago en las desconocidas tierras del sur a medianoche. Me pregunté si había vivido, me pregunté si había sido feliz, me cuestioné qué significaba el simple hecho de intentar esclarecer esa respuesta. Porque me habían enseñado a ser feliz, me habían enseñado a morir y todo a mi alrededor avalaba la réplica, pero seguía sin encontrar nada. Empezó a llover. Eran ya las 3 de la madrugada. Me acerqué al ventanal y vi cómo la lluvia golpeaba tímidamente la vidriera de cuarzo. Apoyé la palma de mi mano contra el cristal. No fue un gesto premeditado, necesitaba sentirme conectado. Las primeras gotas se deslizaban y caían al infinito. Las últimas seguían el mismo destino. Miré al suelo y noté que estaba frío. El mar había alcanzado mis pies desnudos. Había llegado hasta la orilla. La arena, húmeda, envolvía con candor la superficie de mis dedos. Las nubes se despedían de un sol salvaje y ella me miraba desde el centro de todo el universo, como si todo y nada orbitaran alrededor de semejante obra de arte. Me sentí desbordado, insignificante y afortunado. Di un paso al frente y la descarga eléctrica que recorrió mi cuerpo me hizo temblar de alegría. El mar rodeaba ya nuestras dos cinturas. Nada ni nadie me pidió que la besara. Lo hice y sentí todo el peso de mi existencia descontrolada, con mi corazón desbocado bombeando sangre hasta los confines más remotos de la Tierra, con mis pulmones recibiendo oxígeno de la sal marina y todo mi ser vinculado a una única causa. Su larga melena dorada me arropaba y los últimos reflejos de luz solar excitaban cada poro de mi piel extasiada. Entonces Julia me miró y me dijo, “¿no te suena esto de nada?”. Y me dormí.
No dejó de llover en tres días.
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