El anochecer la envolvió con sus oscuras manos mientras se mecía al compás de las olas. ¿Cuanto tiempo llevaba allí sentada? No lo sabía. No sabía si habían pasado ¿unos minutos?, ¿horas?, ¿días, quizás, desde que su mundo dejó de girar? Todo era confusión; sólo el vaivén de las olas llenaba sus oídos con tiernas promesas de paz.

La paz no encontraba el camino a su corazón, que protestaba con cada latido. Retumbaba fuerte y rápido contra su pecho. Seguía viva. Pero ella no quería vivir. No así.

¿Qué había sido de su alegría, de su vitalidad, de su juventud? ¿Dónde quedaban los buenos momentos?

No hay, le susurró, tras un velo negro y tupido, su subconsciente.

Sacudió ligeramente la cabeza, como intentando ahuyentar unas moscas inexistentes, y volvió a centrar su atención en el sonido dulce y envolvente del mar. Ese mar que conocía tan bien, casi tan bien como a sí misma.

Recorrió la costa con la mirada y se sorprendió al ver que aún quedaba gente paseando por la playa, absortos en sus vidas, ignorantes de su pesar, desconocedores de que era más joven de lo que en realidad aparentaba. Con un sonoro suspiro clavó las manos en la arena y se puso en pie. Se quedó un rato inmóvil en el sitio, sopesando si sus piernas la sostendrían todo el camino de vuelta… ¿De vuelta a dónde?

Sus miedos la miran divertidos, casi con una mueca desagradable en la cara… Ya no es tu casa, te lo advertimos… si nos hubieras escuchado…

Comienza a caminar arrastrando los pies por la arena, levantando un suave polvo que la envuelve. No presta atención a sus pasos y, sin embargo, estos la llevan hasta la puerta de la casa.

Oh es tan bonita, piensa con una leve sonrisa. Nunca me canso de mirarla. La gran casa le devuelve la mirada por encima de la imponente verja, amistosa, casi juguetona. La invita a entrar.

Se gira para coger su bolso y recuerda que lo perdió en algún momento del día, o lo tiró. No lo sabe y tampoco le importa. Se queda quieta mirando la casa sin saber qué hacer. Prueba a pulsar el telefonillo, pero nadie responde.

Esta vez es el niño que todos llevamos dentro quien se dirige a ella desde el desgarro de las ilusiones. ¿Pero quién va a abrirte? Estás sola. No seas ilusa.

Y ya no puede seguir ignorándose y las lágrimas que había estado evitando rompen muy abajo en su garganta y comienzan a brotar en sus ojos. Saladas, tan saladas como las olas del mar.

Se seca furiosa la cara con las manos y da un puñetazo a la puerta que, para su sorpresa, se abre.

Entre confundida y molesta decide entrar. No sabe muy bien por qué pero siente una inquietud crecer a lo largo de su cuerpo. Va creciendo hasta formar un nudo prieto en su estómago que asciende hasta la garganta. Trata de tragar saliva, pero no lo consigue.

Respira, le recuerdan todos sus sentidos sentados desde un rincón de su mente que pensaba dormido, apagado. Muerto.

Toma una bocanada de aire y lo expira con fuerza. Cierra la puerta tras ella y comienza a andar por el sendero que conduce a la entrada de la casa. Su casa, se repite furiosa.

Más vale que no esté aquí.

Su subconsciente resopla de mala gana y se deja caer sobre el sofá… No aprenderás nunca…

Pone los ojos en blanco… Igual me estoy volviendo loca quién sabe. Se da unos golpecitos en la sien intentando así despejar sus pensamientos.

Entra en la casa y mira a su alrededor. Todo está igual que cuando se marchó esta mañana, ¿o fue ayer? Da igual, se repite. Sube lentamente las escaleras hasta el dormitorio principal.

Escenas fugaces se cruzan en su mente. Sus pupilas se llenan de momentos felices pasados entre aquellas paredes y su Afrodita se frota las manos con superioridad. Cierra los ojos un momento y deja la mente en blanco, intentando eliminar a su subconsciente y al resto de partes de su yo, hecho pedazos. Las lágrimas se agolpan y presionan contra sus párpados cerrados.

Sólo queda ella, la chica fantasma, sin color en las mejillas que se arrastra hasta el dormitorio y se deja caer encima de la cama. Sentada, sin pensar en nada, recorre la habitación con los ojos, temerosa de ver que ya no está, que se ha marchado y es para siempre. Pero todo sigue en su lugar. Su ropa en el armario, sus cosas de aseo en el baño, su ropa de deporte sobre la cama. Aún no se ha ido. Y mientras lo piensa se da cuenta de que hay alguien más en la habitación. Alguien cuya silueta no conoce, la inquietud se apodera de ella y esta vez su subconsciente vuelve con una señal luminosa de alarma y angustia en la cara. Su corazón palpita con fuerza, borrado todo el dolor de antes, ahora sólo hay precaución, miedo y angustia.

Se pone en pie lentamente y se da la vuelta. Al otro lado de la habitación hay alguien encapuchado, no le ve la cara. Tiene en la mano una navaja. Ella retrocede lentamente con el miedo escrito en sus ojos.

¿Por qué has tenido que volver tan pronto? La voz le resulta familiar, pero no consigue reconocerla.

Sigue retrocediendo mientras el encapuchado avanza lentamente hacia ella.

Puedes llevarte lo que quieras, le susurra ella entre sollozos.
Oh, ¿pero es que no te das cuenta? Ya me has visto. Bajo la máscara sonríe.

La amenaza que denota su voz y el significado de esas palabras son demasiado. Ella se da la vuelta y echa a correr escaleras abajo, pero él es más rápido y ágil. La agarra antes de que ella pueda llegar a la puerta.

Comienza a gritar desesperadamente, esperando que alguien la oiga. Pero él ya no está ahí, no la puede oír.

El desconocido enmascarado la arrastra sin cuidado escaleras arriba y la tira al suelo.

No te muevas o no volverás a ver la luz del sol. Levanta un dedo amenazador.

Ella se acurruca como un perro herido que se lame sus heridas. Se queda quieta, inmóvil. El encapuchado sale de la habitación, marca un número en el teléfono y mantiene una conversación corta, demasiado corta.

Vuelve.

Ella tiembla de miedo, llora de pena y amargura porque sabe que no volverá a ver su hermoso mar, no le volverá a ver a él, ahora entiende todo. Y no puede hacer nada al respecto. Sólo pide que él no aparezca ahora porque está segura de que el ladrón tiene mano para dos.

No tenías que haber vuelto de la playa tan pronto. Con un dedo le levanta la cara y ella le mira a los ojos. Unos ojos que le resultan familiares. Estos desprenden un brillo amenazador.

Tengo que matarte, tienes que entenderlo. Me has visto aquí.

No se quién eres, consigue susurrar ella, dejando que las lágrimas bajen por sus mejillas. No se quién eres, repite una y otra vez.

Él se pasa las manos por la cabeza encapuchada y la mira. En sus ojos hay algo más que inquietud y amenaza. Hay compasión, desesperanza. Ella baja la cabeza sumisa y se observa las manos, las uñas mordidas, la piel morena y con manchas por el sol.

Y él se limita a observarla, el tiempo pasa despacio y él se balancea sobre los talones dudando. Suelta un improperio y vuelve a marcar un número en el teléfono.

Sólo dice una palabra. No. Y cuelga.

Se da la vuelta y baja rápidamente por los escalones hasta la entrada, abre la puerta y se marcha, cierra de un portazo y ella se queda inmóvil a la espera, asustada.

Pero pasan los minutos y no ocurre nada. Sólo hay silencio y el rumor sordo de las olas rompiendo contra la arena. Permanece sentada en el suelo, se abraza las rodillas con sus brazos y rompe a llorar. Llora hasta quedarse dormida.

La despierta la luz del sol entrando a raudales por la habitación. Le duele todo el cuerpo y descubre que tiene la camiseta manchada de sangre, de su sangre. Se estremece al recordar el día anterior y se levanta.

Escucha el sonido de la puerta y se queda paralizada sin saber qué hacer. Escucha cómo alguien sube los escalones y entra en la habitación. Es él.

La mira boquiabierto desde la puerta y la sombra del miedo le atraviesa la mirada.

¿Qué ha pasado? Da un paso hacia ella y ella retrocede llorando.

Vete.

Su partes del yo se unen para rechinar los dientes y le lanzan una mirada recriminatoria. No seas orgullosa, le dicen a voces tras los barrotes de una mente rota.

Necesito recoger mis cosas. Si quieres que me marche lo haré en seguida pero dime qué te ha pasado, estas llena de sangre.

Ella niega con la cabeza y las lágrimas brotan de sus ojos sin poder retenerlas. Ha venido a por sus cosas, se va a ir. La angustia la deja muda. Se abraza a sí misma buscando consuelo.

Me puedo quedar si quieres, dice él como leyendo sus pensamientos. Busca encontrar sus ojos con su mirada. Y lo consigue, ella le devuelve una intensa mirada.

¿Para qué? Consigue balbucear.

Quiero saber qué ha pasado, cuéntamelo. Insiste con paciencia.

Ayer entraron a robar, eso es todo. Dice con toda la indiferencia que es capaz de reunir.

El otro le devuelve una mirada cargada de horror y cierra los ojos un momento. Mira a su alrededor. Todo está en su sitio. La observa buscando las palabras que necesita para que comprenda.

Te hizo eso. Afirma más que pregunta y ella asiente con la cabeza.

Lo siento. Debí haber estado aquí.

Pero te fuiste.

Él da dos pasos hacia ella, la mirada cargada de dudas, de arrepentimiento y, por qué no, de amor. La rodea con los brazos y le acaricia el pelo, ella sigue llorando contra su hombro. Furiosa con él por haberse marchado y haberla abandonado y agradecida por su presencia ahora. Se quedan así durante unos instantes.

Él le pide disculpas con la mirada y ella quiere perdonarle pero por dentro se revuelve inquieta y dolida. Me volverá a hacer daño.

No volveré a dejarte, le susurra al oído.

Y ella se abraza más fuerte a él.

Unos ojos que le resultan familiares la miran desde el espejo de la habitación. Horrorizada comprende.

Fui yo misma.

Fueron tus miedos.

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