Sus ojos no podían dejar de mirar la carta que yacía sobre sus manos. Por fin había llegado el momento.

Tras haber atisbado el remitente por la ranura del buzón, había temblado.

—Como quien espera la correspondencia de un novio en el frente— había murmurado de manera irónica en el portal.

Mientras subía por el angosto ascensor que llevaba a su ático, luchó contra sus propios nervios para conseguir abrir la misiva sin despedazarla. Tras unos segundos de duda, decidió sacar la hoja de papel que había dentro. Desdobló los pliegues que habían permitido introducirla en su interior y empezó a leer. Su vista detectó las palabras protocolarias, las vacías de significado para seguidamente pasarlas por alto. Solo quería llegar al lugar donde se decidía su futuro.

Sin poder remediarlo, sus ojos empezaron a inundarse de lágrimas que consiguió retener. Temió alcanzar el final, saber el resultado de tantos meses de sufrimiento. Fue incapaz de seguir leyendo y, tal como entró en su casa, abandonó la carta sobre la minúscula mesa del recibidor.

Cerró la puerta y se miró en el espejo que adornaba el pasillo. Aquel espejo que en tantas ocasiones le había servido para hacer una última comprobación de su apariencia las aceleradas mañanas de reuniones en el trabajo. O delante del que varios de sus amantes le habían pedido que tuvieran sexo. Últimamente parecía que el espejo había dejado de funcionar: no reconocía el reflejo que le devolvía. Intuyó que eso tenía más que ver con su mente que con una improbable tara del cristal. La espera se había hecho especialmente larga y su cuerpo lo había sufrido. No había sabido lidiar con esa última fase del proceso. Sentía que empezaba a consumirse. Colocó las manos sobre el mueble que sostenía el espejo y agachó la cabeza.

Cerró los ojos y esta vez no fue capaz de aguantar el llanto. Se sorprendió a sí misma cuando un sonido cercano al alarido emergió de su garganta.

El dolor buscaba su vía de escape.

Los sollozos fueron tan intensos que, cuando acabaron, ni siquiera ella misma supo cuánto tiempo había estado así. Se pasó el dorso de la mano por la cara, barriendo aquellas lágrimas, ahora ya descontroladas, que aún no habían resbalado hasta el final de sus mejillas. Detrás de ella, la carta que se negaba a leer la esperaba paciente.

En un acto casi reflejo, alzó la vista y se volvió a mirar en el cristal. Se acarició suavemente la nuca e intentó sonreír. Empezó a fantasear.

Se tapó la parte derecha de la cara con los cinco dedos. Imaginó qué aspecto tendría su cara faltándole un ojo. Pensó en cómo sería tener un agujero donde debía ir el globo ocular. O un ojo de cristal en vez de uno real.

—La luz que entra por el ventanal rebotaría en él— se contestó a sí misma en voz alta.

Rara vez hablaba en voz alta, pero de un tiempo aquí le relajaba hacerlo. Se sentía menos sola.

Levantó la otra mano y se tapó el ojo izquierdo.

—¿Vería algo sin vosotros dos?— se preguntó— No, ya no habría luz.

La idea de oscuridad eterna le produjo un pinchazo de angustia en la boca del estómago. Para mitigar esa sensación, entreabió los dedos que cubrían su tez y con la poca luz que le entraba por la ranura, vio su pecho reflejado en el espejo.

Suspiró.

—O al menos yo no podría verla.

Solo durante el tiempo que duró esa oscuridad a la que ella misma se había inducido, se olvidó de la carta que aún reposaba a su espalda. Cerró el espacio que había creado y se quedó con las manos ocultando su vista más tiempo de lo que ella hubiera querido.

Su cuerpo necesitaba ese momento de paz. De evasión. Y su mente recordó sus días de niña. La época en la que la peor noticia que recibía era la del colegio informando a sus padres sobre un suspenso o una ausencia a clase, o el aviso de la biblioteca reclamando la entrega de un libro prestado. Quiso que esos años no hubieran acabado nunca, aun a sabiendas de que era un deseo imposible de cumplir y que no estaba en sus manos poder cambiarlo.

Al abrir los párpados, la carta todavía seguía allí.

La ignoró con todas sus fuerzas y dirigió su puño hacia la nariz. Fingió que la golpeaba para hacerla desaparecer. Nunca le había gustado su nariz.

—Siempre has sido demasiado aguileña y delgada para un rostro tan redondo— le recriminó.

Sin embargo, no eran esos reproches los que la llevaban a imaginarse sin ella.

—Siempre podría respirar por la boca—. Asumió que, eso sí, se perdería todos los olores y aromas del día a día.

Se imaginó sin ella y fotografías de mujeres con el rostro desfigurado reinaron su imaginación. Un escalofrío recorrió su espina dorsal.

—¿Y si me quedara sin mandíbula?— dijo sin mover la boca.

Nunca había conocido a nadie sin mandíbula. Su imaginación pudo más que eso y la imagen que le vino a la cabeza sobrepasó su aguante sobre el mal gusto.

—¿Sobreviviría sin ti?

Sabía que no tenía los conocimientos suficientes para contestar esa pregunta. La olvidó rápidamente.

Prestó atención a sus extremidades, observándolas al detalle, y pensó en lo difícil que sería vivir sin brazos o sin piernas.

Empezó por sus brazos.

Al esconder uno de ellos, como quien esconde una golosina a un niño pequeño, volvió a derramar una lágrima.

—¿Cómo pueden vivir sin vosotros las personas amputadas?

No quiso seguir.

Se giró y su esbelta espalda quedó evidenciada en el cristal. Volvió la cabeza y se sintió orgullosa de esa parte de su cuerpo. No le veía ningún atractivo, pero eso la hacía especial.

—Me podría enamorar de ti— le confesó para aligerar la situación.

A pesar de sus esfuerzos, no había conseguido olvidarse de la carta.

Y no quiso alargar más el momento.

Ágilmente alargó el brazo, ese brazo que había pensado que podía desaparecer, y cogió la carta. Se la llevó delante de esos ojos que ella había cegado y respiró fuerte inhalando el aire por aquella nariz que había fingido golpear. Cuando su vista llegó a la temible palabra, ya no había vuelta atrás.

Dejó caer el papel al suelo y volvió a mirarse al espejo.

Lentamente, fue desabrochándose la rebeca de punto que llevaba.

No tenía prisa por hacerlo. Los nervios habían desaparecido. La tranquilidad y la paz inundaban todo su cuerpo. Se quedó en sujetador y se gustó. Se dio cuenta de que se sentía cómoda con su cuerpo. Aunque estaba lejos de ser perfecto, no se avergonzaba. Adoraba cada trozo de piel, hasta el último de sus recovecos. Ni sobraba ni faltaba nada.

—Así tendrías que ser siempre— dijo centrando la vista en el reflejo de su torso frente el cristal.

Con maña, se quitó el sujetador con una sola mano mientras con la otra empezaba a acariciarse el cuello. Sus dos senos quedaron al desnudo.. Siempre habían sido la parte de su cuerpo más anhelada por los hombres con los que había intimado. Aquellos que a veces le habían pedido que tuvieran sexo delante del espejo. Ella era consciente de cómo a sus parejas les había gustado aferrarse a sus pechos, cogerlos y besarlos mientras hacían el amor. Pocos hombres se habían resistido a jugar con ellos.

Apartó esas recreaciones de su memoria para que ambas manos se dirigieran, relajadas, hacia el pecho derecho. Cuando llegaron, lo agarraron fuerte. Tanto que le empezó a hacer daño. Lo aplanó con ambas manos, llegando a confundirlo con la piel de su tórax. Cuando el dolor se hizo insoportable, paró.

Asumió que en pocas semanas algo cambiaría en su cuerpo.

Y ya no había miedo en ella.

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