Sobre la punta de un lapicero

Sobre la punta de un lapicero

Sobre la punta de un lapicero

Un niño lo empuña con una adorable torpeza; y escribe, orgulloso por su logro y tal y como le han enseñado en la escuela, su nombre por primera vez, sobre un trozo de papel que encontrarán muchos años después en el diario de su madre.

Una chica pone a prueba su pulso mientras lo hace surcar a lo largo de sus párpados. Son ya pasadas las 10 de la noche y el timbre ya ha sonado, demandante de su presencia, aunque sin impaciencia. Pero sabe que a quien hay abajo no le importa esperar otros 10 minutos si ella va a estar media hora más guapa, si cabe.

Un comerciante lo aprieta entre sus labios, a falta de manos libres, mientras cuenta y recuenta las estanterías, haciendo el inventario de madrugada. Teclea sobre la calculadora, lo recoge de entre sus dientes y sonríe. Pese a que tendrá menos horas de sueño, acaba de escribir una cifra en negro que le permitirá irse de vacaciones.

Una doctora lo usa para garabatear una receta, mientras le dice al angustiado familiar que no se preocupe, que su anciana madre está sana y mejorará pronto.

Un jubilado resuelve con él crucigramas con la película de los sábados de fondo. Acaba de colgar el teléfono con una sonrisa. –“Abuelo, sé escribir mi nombre”-, le ha dicho su nieto. Mira sus arrugados dedos, castigados por la artrosis y los años de trabajo, y rememora sus lecciones de caligrafía de la escuela.

Un nervioso novio escribe un mensaje en la nota que acompañará al primer ramo que le quiere regalar a ella. Han quedado a las 10, pero cuenta con que tendrá que esperar en su portal. Ella siempre apura los minutos para perfilarse bien con su sombra de ojos y a él eso le encanta. Mientras escribe, el florista sonríe por el cariño tan genuino que ve en el joven, a pesar de que le toca una noche en vela de inventario y cierre de mes, intrigado y angustiado por si ganará lo suficiente para irse de vacaciones.

Un boticario deja anotado el pedido pendiente que le acaban de hacer, prescrito por una doctora que con su bonita e inconfundible letra rompe prejuicios sobre la caligrafía de los médicos, quien rehúsa de los modernos e impersonales bolis de propaganda. Como desde hace años, él corre con los gastos de su clienta a escondidas, pues sabe que su pensión es tan mísera como grande el orgullo de la viuda.

Un grupo de amigos de viaje de estudios se hallan en una plaza donde hay una catedral, trazando sobre el plano la ruta que les queda por delante, tentados de preguntar a un dibujante que replica sobre su papel una cúpula de un estilo que no alcanzan a identificar y que está sentado a escasos metros, pero temen no hablar su idioma.

Una maestra de colegio rellena la cartilla de las notas a mano, ajena a ordenadores que no le permiten recoger de forma personalizada los avances de sus alumnos. Escribe, tacha, borra con la goma de Milan, lo mete dentro de la cuchilla metálica y sacude los restos en la papelera. Ha sido una semana agotadora: ha enseñado a los niños a escribir su nombre.

Un estudiante mancha de carbón una lámina que apenas puede sostener, sentado sobre una silla plegable, cansado, sediento y al sol, rodeado de ruidosos turistas extranjeros a los que le gustaría orientar si conociera su lengua, frente a una catedral. Contento, porque por fin pudo estudiar Historia del Arte.

Un carpintero se lo coloca tras la oreja, a la vieja usanza. Empuña el metro, mide, marca. Está en el dormitorio nuevo de una joven pareja que se encaprichan con un dosel para la cama. Una cama de dos metros con sábanas blancas suaves de lino que ha sido apartada. Un dosel destinado con el tiempo a ver madrugones, mañanas de domingo de acurrucarse sin prisas, discusiones y enfados que se terminan en un abrazo y en cigüeñas viniendo de París.

Un marinero raya grises sobre el mapa, antes de zarpar, diseñando la ruta donde faenará esa semana. Triste. Por primera vez en veinte años lo hará solo: su hijo se ha ido a la capital a estudiar Historia del Arte. Feliz, porque al fin pudo pagarle a su hijo la universidad.

Un ojeroso escritor traza versos y párrafos con la misma facilidad con que los desecha, arrepentido y frustrado, amontonando hojas y virutas de madera junto a la taza del café que le mantiene despierto. Mira su ordenador, sintiendo que le ha traicionado porque, de forma incomprensible para un hombre de letras como él, se apagó para no volver a arrancar, preguntándose dónde tendrá guardada la Underwood de su abuelo, que no por antigua deja de ser infatigable a los apagones de luz y a las actualizaciones de software, ahora escondida tras pensar un día que “aquí no hay más que trastos”, como si se hubiera ofendido y se burlara del nieto de quien fue su dueño.

Un padre señala sobre la pared la estatura de sus dos hijas gemelas el día que cumplen 8 años, encima de otras siete marcas. Las niñas esperan, ansiosas, a que su padre diga, metro en mano, quién ha ganado este año. El padre sonríe para sus adentros, preguntándose qué será de ellas en otros ocho años.

Un policía rellena con prisas el atestado de un recién detenido, deseando que su turno no se alargue porque ha quedado con su chica a las 10.

Una bibliotecaria de la facultad anota la fecha de devolución de un libro sobre la Capilla Sixtina, escrito por un catedrático de arte renacentista cuya biografía aparece en la contraportada: algo sobre el hijo de un marinero.

Un autor rubrica su nuevo best-seller a una adolescente que le tiende un ejemplar de la primera edición, donde ha escrito: “para mi hermana gemela, en el día de su 16º cumpleaños”.

Y todo ello, con la punta de un lapicero.

F.A.M.

4 de mayo de 2017

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