Uno a uno, los golpes que le lanzaba se hundían en su cara con la fuerza de un martillo en un bloque de mantequilla templada. Las primeras filas de espectadores escuchaban atónitas la música letal de los mazazos sobre su rostro hinchado. Un reguero de gotas escarlata se esparcían sobre la lona con cada derecha que le conectaba en su ya de por si achatada nariz. No quedaba apenas rastro de sus diminutos ojos claros bajo su desfigurada frente y unos pómulos morados que recordaban a los de un cadáver en la morgue. Si su padre no hubiera estado presente en aquella carnicería, no habría sido capaz de reconocer a su hijo, cuyas facciones habían sido desdibujadas por el tremendo castigo que estaba recibiendo.

Me desperté con la historia en la cabeza de una joven promesa del boxeo que había escuchado en la radio la noche anterior, y un agradable olor a tostadas que se mezclaba con el de la ropa recién tendida y algún madrugador guiso. Atravesabanel patio de luces empujados por una cálida ráfaga de aire, a través de la ventana de mi cuarto, que permanecía abierta, para combatir las elevadas temperaturas del verano.

Billy Collins Jr. había nacido en Tennessee, en el entorno de una familia humilde, de origen irlandés, que le enseñó a ganarse la vida con el único oficio que su padre había aprendido, el boxeo. Billy era un niño flaco, de piel nacarada, y un talento innato para el deporte. Se aferró a aquellas lecciones y no se las quitaba de la cabeza, cada vez que subía a un ring, en cada una de las catorce peleas que ganó holgadamente. Once de ellas por KO, con una facilidad, que le hacían un prometedor púgil, con serias aspiraciones a ganar el campeonato del mundo a sus escasos veinte años.

La capacidad de sacrifico y la experiencia trasmitida por Collins padre, no escapaban a los ojos de los ávidos promotores. Pronto le buscaron una pelea en el histórico Madison Square Garden. Bajo la mirada atenta de millones de espectadores, daría el empujón definitivo a su aún joven carrera como boxeador.

Palpé a tientas sobre la mesilla, hasta que localicé, junto al dimo con restos de pegamento, el despertador con forma de cuadrilátero que me cantaba la hora sólo con pulsar un botón. La alarma aún no había sonado. Lo apagué desplazando una diminuta pieza que sobresalía en un lateral con las yemas de mis gruesos dedos y lo volví a depositar en su sitio, derramando un vaso de agua sobre la alfombra, olvidado allí la noche anterior. Me incorporé desnudo sobre la cama, que crujió en la oscuridad bajo el peso de mi cuerpo y me dirigí arrastrando los pies hacia la cocina, donde aún olía a las sobras de la cena que se acumulaban en el fregadero. Tomé el pan de molde de la segunda balda de la despensa. El cuchillo de untar en el primer cajón de debajo de la pila. Y la mermelada y la mantequilla, de la huevera del frigorífico, junto a un cartón de leche agriada, que me apresuré a depositar en la basura justo detrás de mí. A la izquierda de la puerta, junto a la mesita donde desayunaba cada mañana. Mientras escuchaba la radio en un pequeño transistor, regalo de mi abuelo después del accidente,que tardé en encontrar, porque la mujer de la limpieza lo había cambiado de lugar.

Vivía en un tercer piso con ascensor. Aunque prefería bajar a pie hasta la calle, de la que me separaban dos tramos de escaleras de treinta peldaños, varias bolsas de basura en el rellano y en ocasiones alguna sorpresa más, que sorteaba gracias a la intuición y mi bastón blanco, que a modo de radar, se adelantaba a mis pasos.

Desde el portal había exactamente treinta y nueve pasos en línea recta hasta un semáforo. Veinte más para cruzar y otros tantos para llegar a la boca del metro, donde me resultó extraño no escuchar cantar a un hombre de raza gitana, con deje andaluz y voz taimada, pidiendo limosna, guitarra en mano, mientras pegaba sonoros tragos a un cartón de vino.

Descendiendo las escaleras, mis pensamientos se mezclaban con la inquietud de varios adolescentes sobre un video recién subido a Facebook, la conversación telefónica de una mujer agotada con su jefe, las risotadas de un grupo de madrugadoras turistas con su caballeroso guía, un niño que engullía patatas fritas con su madre…Aunque sabía que había llegado al vestíbulo, en cuanto percibía en el ambiente un excesivamente aromatizado producto de limpieza que usaban para fregar el suelo.

Desde allí, me separaban del gimnasio mil doscientos pasos, dos tramos de escaleras, nueve estaciones, siete noticias en los ignorados televisores de los vagones,un acordeonista rumano que ceceaba, un ex drogadicto que vendía pañuelos, al que se le había derramado un bote de amoníaco en los pantalones,varios colegiales chillones, un puntual carterista que adoraba los churros,ejecutivos engominados, amas de casa quemadas, mujeres de la limpieza, carpinteros, mecánicos, jardineros, pintores…

Al salir, recibí en la cara los ardientes rayos de luz de sol a través de mis opacas gafas. Tropecé con una caja de madera tirada en el suelo. Y evité, con cortesía forzada, a dos insistentes transeúntes que pretendían cruzar la calle conmigo colgadas del brazo, como dos damas de honor en una boda pagana.

Cincuenta y ocho pasos después, saludé a la recepcionista, que había olvidado bañarse en su perfume barato. Y diezpasos más tarde, entraba en el vestuario que apestaba a lejía.

Mi taquilla habitual estaba ocupada, así que recorrí una a una con mis manos, hasta que encontré una vacía, escuchando a alguien que acababa de entrar, como le susurraba a su compañero que parecía un mimo enjaulado. Lo ignoré y tomé asiento, después de comprobar removiendo el aire, que no estaba ocupado el banco metálico que se encontraba a mi espalda y que aún conservaba impregnada la temperatura tibia del culo que me había precedido.

Deposité la bolsa de deporte a mis pies, evitando tirar un cubo en el que se derramaba, a ritmo de blues, el agua de uno de los radiadores. Extraje unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes. Unas vendas rígidas y deshilachadas y unos guantes de 16 onzas cuarteados, dónde se fundían el olor del cuero, el sudor y el talco queme hacía sentir en casa.

Encima del ring todo aquello desaparecía. Conocía cada palmo de lona, la situación de cada cuerda,la exacta posición de cada esquina, cada irregularidad de la superficie. Allí arriba era un Dios sin bastón y el cuadrilátero era mi reino.

Me recosté en mi esquina, con los brazos estirados sobre las cuerdas, esperando el tintineo de los cascabeles que colgaban de los guantes de mi esparrin, que llegaba con retraso. A mi espalda pude oír los pasos cansados de mi entrenador confundidos con el bullicio, que había dejado su cuartucho en el sótano para darnos indicaciones.

Cuando sonó la campana, ya no había nada. Lanzaba golpes secos contra el cuerpo del contrario, al tiempo que esquivaba, una y otra vez, sus contras lanzadas como serpientes furiosas que me silbaban al oído. Por un momento, percibí su cálido y mentolado aliento de recién levantado, que escupía muy cerca de mi cara en cada golpe. Basculé todo el cuerpo sobre el pie izquierdo, y aunque di un pequeño resbalón en un charco de sudor que se había acumulado en la lona, volví a conectar un directo al mentón, que rematé con un certero croché en la sien, mientras me desplazaba hacia atrás para recuperar mi posición, justo cuando volvió a sonar la campana.

El tercer asalto había comenzado, pero la velada no transcurría como se esperaba. Cada golpe que el irlandés recibía en la cara, le producía una impresionante inflamación. El público no daba crédito a lo que estaba sucediendo y todas las atónitas cámaras se posaban sobre su demacrado rostro.

-Es más fuerte de lo que esperaba, parece como si tuviera piedras en las manos…

-¿Quieres que tire la toalla?- dijo Collins padre, aplicando con delicadeza una toalla empapada sobre la irreconocible cara de su hijo.

-¡No! Voy a noquearlo.

Regresé al murmullo de la sala, el chirriar de las máquinas, el hilo musical, el rítmico golpeo de los puños en los sacos, el canto de las combas cortando el viento, el aire acondicionado bajando los humos, el aroma a sudor y cuero de un gimnasio de barrio.

Bajo la ducha, mientras el agua helada relajaba mi agotado cuerpo, un escalofrío me erizó el vello al recordar el impacto de los cristales como alfileres en mi rostro. En lo más hondo de mi alma, aún podía ver con claridad a mi padre perdiendo el control del vehículo, al intentar esquivar un coche que se había saltado un semáforo, por ir cambiando de emisora.

Diez asaltos después, y a pesar de que seguía en pie, Collins Jr. estaba malherido. Su desfigurado semblante horrorizaba a los asistentes a la pelea. En la otra esquina, su contrincante alzaba victorioso los guantes, que poco tiempo después se descubrió, estaban rellenos de yeso.

Recordé las palabras que repitió mil veces el padre de Collins, al defender que Billy se había quitado la vida, cuando nueve meses después de la contienda, estrelló su coche a toda velocidad contra una pared de hormigón. Pensaba en ello y en que aún me faltaban para llegar a casa mil doscientos pasos, dos tramos de escaleras, nueve estaciones, siete noticias en los ignorados televisores de los vagones de metro, un acordeonista rumanoque ceceaba, un ex drogadicto que vendía pañuelos, al que se le había derramado un bote de amoniaco en los pantalones, varios colegiales chillones, un puntual carterista que adoraba los churros,ejecutivos engominados, amas de casa quemadas, mujeres de la limpieza, carpinteros, mecánicos, jardineros, pintores…

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