Rita y Julia, amigas de la infancia, quedaban con frecuencia a media tarde para merendar en una conocida cafetería madrileña de decoración provenzal con paredes color pastel, mesas amplias y sillones de diseño ‘vintage’. Un buen pretexto para ponerse al día de sus amoríos, criticar a sus jefes y comentar las últimas tendencias de la moda.

El azar quiso que se encontraran de nuevo en Madrid, la ciudad que acoge a tantos jóvenes de provincias que acuden a buscar trabajo. Después de tres años dando tumbos en empleos mal pagados, contratos temporales y despidos improcedentes, habían logrado una cierta estabilidad en sus respectivas profesiones: Rita era enfermera y Julia periodista.

Esa tarde, Rita estaba especialmente molesta con sus vecinos del piso de arriba porque, cuando hacían el amor, despertaban de madrugada a todo el edificio con sus gritos, gemidos e incluso aullidos. A Julia le parecía muy divertido y, entre risas, le decía a su enfadada amiga que esa rabia tan profunda que sentía no podía ser otra cosa que pura envidia.

Una vez concluida la controvertida conversación sobre la soltería de Rita, entre sorbo y sorbo de té, las dos chicas se dedicaron a observar y psicoanalizar a los clientes del establecimiento.

A su derecha, en uno de los sofás de imitación de cuero envejecido, una pareja se besaba de forma insistente y empalagosa. De vez en cuando, hacían una pausa para respirar y, de paso, escribir febrilmente en sus Ipads.

En la mesa de la izquierda, un joven guapo, rubio y musculoso levantaba continuamente la cabeza como si estuviera esperando a alguien que no acababa de llegar. Llevaba una camiseta blanca ceñida de manga corta que dejaba ver sus tatuajes: dibujos geométricos en los brazos y un lobo de ojos rojos en la nuca.

Al fondo del local, una mujer de mediana edad, envuelta en un chal de piel negro, enjoyada con un collar de perlas y tocada con una enorme pamela adornada con flores, hablaba por el teléfono móvil con marcado acento francés y en un tono tal alto que todos los clientes del establecimiento escucharon que se trataba de Mamá Framboise, natural de Toulouse, que había venido a España por asuntos de negocios.

De pronto, un hombre alto y fornido de aspecto ruso y andares extraños, con aspecto similar al actor de películas de acción Vin Diesel, pasó por delante de las dos chicas en dirección a los servicios.

Mientras, el joven de los tatuajes entablaba una animada conversación con una muchacha pelirroja que acababa de sentarse en la mesa contigua. Vieron cómo la chica le entregaba una servilleta con algo escrito, quizás su número de teléfono.

A los pocos minutos, el individuo de apariencia rusa salió del baño arrastrando su pierna izquierda y cruzó su mirada con la de Rita quien dio tal respingo que hizo saltar a Julia de la silla.

En ese momento, las dos chicas se miraron con inquietud. Desde el principio, tenían claro que todos aquellos personajes formaban parte de una mafia internacional y que estaban tramando un acto delictivo: el ruso era el líder de una red de prostitución de mujeres; Mamá Framboise, aunque disimulaba con su móvil, seleccionaba a las víctimas y precisamente se había fijado en la chica pelirroja; el atractivo joven captaba a chicas inocentes con el pretexto de invitarles a realizar un casting de modelos en su agencia; y la pareja de novios enviaban, a través de sus Ipads, un informe con los datos de la víctima para su posterior secuestro.

Rita y Julia rieron a carcajadas. Desde pequeñas, habían dedicado horas y horas a recrear películas de misterio con las personas que se encontraban en una pizzería, en una bolera o las que pasaban por delante del banco donde se sentaban a comer pipas a la salida del colegio. Habían inventado cientos de historias de terror y suspense y ahora se arrepentían de no haberlas recogido por escrito.

Una vez más, su desbordante imaginación les había procurado una divertida tarde de sábado.

Rita se dirigió a la barra para pagar sus consumiciones. Cuando se volvió hacia la mesa, observó con horror que el atractivo joven era su vecino y que su amiga Julia le estaba entregando, a hurtadillas, una nota con su teléfono.

De vuelta a casa, sentada en el Metro, Rita le dio mil vueltas a lo sucedido. ¿Por qué Julia no le había mencionado nada sobre su conversación con el joven? ¿Qué le ocultaba? Se arrepentía una y otra vez de no habérselo preguntado, pero la sorpresa que le produjo observar la escena le dejó sin palabras.

Le costó dormirse y, cuando ya por fin lo había conseguido, le despertaron de nuevo los gemidos de sus ruidosos vecinos. <<¿Otra vez estos pesados? Es increíble. No lo aguanto más>>. Pero, algo le llamó la atención: << ¿Esa voz? Pero… ¡si es Julia!>>

De un brinco, saltó de la cama con la intención de cerciorarse. Sin lugar a dudas, la chica que gritaba era su amiga. Ahora comprendía que no eran gemidos de gozo sino gritos de terror. Descalza y en pijama subió las escaleras de dos en dos hasta el piso de arriba y aporreó la puerta gritando el nombre de su amiga mientras llamaba con su móvil a la policía.

El apuesto joven rubio, que evidentemente era su vecino, entreabrió la puerta. Rita, le dio un empujón con todas sus fuerzas y acudió a socorrer a su amiga que permanecía desnuda y aterrorizada en el sofá del salón. Estaba tan drogada como las otras dos muchachas que se encontraban maniatadas sobre un colchón. Reconoció en una de ellas a la chica pelirroja que habían visto en la cafetería y observó atónita como Framboise le tapaba la boca con la mano para tratar de ahogar sus gritos de auxilio. La pareja de novios observaba la escena mientras él sostenía una cámara digital y ella un foco de cine.

De pronto, apareció el fornido ruso, quien levantó en el aire a Rita y se la echó a su espalda dirigiéndose hacia la puerta justo en el momento en el que la policía entraba en la casa.

Aquella noche, las dos amigas realizaron la promesa de que jamás volverían a inventar historias sobre personas desconocidas.

Un año después, en la misma cafetería, Julia mostró a su amiga un suculento cheque a su nombre: la prueba de haber ganado un importante premio por su magnífico reportaje periodístico sobre la mafia y las víctimas de la trata de mujeres. La crónica se titulaba “Mamá Framboise”.

—¿Te has fijado en ese hombre de la americana a cuadros? —le dijo Rita con mucha guasa. Y las dos amigas rieron a carcajadas, como lo venían haciendo desde que eran pequeñas.

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