― ¿Es eso?

Alba señalaba el exterior, con su diminuta mano pegada al cristal del coche.

― No. Esas luces son las del pueblo, nosotras vamos hacia el bosque.

Alba suspiró. Cansada quizá por el viaje, o por la espera.

― No me gusta el bosque. ―dijo la pequeña, al tiempo que se cruzaba de brazos.

Paula la miró, apartando demasiado tiempo la vista de la carretera. Aquella niña de cabello rizado era su debilidad.

― Antes te encantaba correr entre los árboles. ―comentó con un deje de nostalgia en la voz.

― Mamá y papá se enfadaban conmigo.

― No era enfado, era preocupación, por si te hacías daño.

― Se enfadan.

― No vamos a subir a ningún árbol… ¿Confías en mí?

― Tengo sueño.

Paula resopló. Resultaba extremadamente difícil llegar al fondo de su hermana pequeña. Pero no podía culparla.

El coche se adentró por los caminos sin asfaltar. El terreno de arena salvaje subía y bajaba, formando baches en los que las ruedas patinaban. Las chicas botaban en el interior del vehículo, exagerando demasiado los movimientos.

― ¡Arre, caballo! ―gritó Paula mientras fingía agitar unas riendas imaginarias.

Alba no entró en el juego. Giró la cabeza para volver a mirar por la ventana, donde una extraña luz apareció de repente entre la maleza.

― ¿Es eso? ―volvió a preguntar Alba.

― Sí. Ya hemos llegado.

El coche se detuvo unos segundos después. Paula fue la primera en salir, y rodear el coche para abrir la puerta del copiloto.

Alba no mostraba ninguna señal que indicara intención de abandonar la seguridad de su asiento.

― Puedes esperarme aquí, si quieres. ―comentó Paula haciendo un amago de cerrar la puerta.

Alba estiró una pierna para blocar el avance del gran trozo de metal. Después deslizó el trasero por el asiento hasta conseguir bajar del coche.

Con toda la paciencia que otorgaban las circunstancias, Paula aguardó en silencio a que la pequeña se decidiera a caminar, cosa que cada segundo era más improbable que ocurriera.

― ¿Y si me pierdo? ―preguntó por fin Alba ante la mirada apremiante de su hermana.

Paula apartó levemente a Alba para colarse dentro del coche, donde rebuscó algo en la guantera. Seguidamente, ofreció una pequeña bolsa de tela a la niña y dejó que descubriera su interior.

― Son migas de pan mágicas. ―se apresuró a explicar―. ¿Las ves?

Alba dudó, deseando hallar algo en el fondo de aquella bolsa vacía. Algo que de alguna manera diera vida al vínculo agonizante entre ella y su hermana.

― Son como las de Hänsel y Gretel, ¿verdad?

Paula asíntió.

― Como las del cuento, solo que las palomas no podrán comérselas, porque no las pueden ver.

Alba comenzó a caminar mientras introducía la mano en la bolsa de tela y fingía lanzar migas al suelo. Paula la siguió muy de cerca, sin decir nada, dejando que la fe en la magia hiciera su trabajo.

Tras un breve paseo llegaron al lugar de procedencia de la luz. Un pequeño claro en el bosque donde se erigía una tienda de campaña, con un farol colgando sobre la puerta de tela.

― ¿Qué es? ―preguntó Alba señalando al centro del claro.

― Esta es…, ―Paula dudó― era mi casa.

Alba corrió hacia el interior de la tienda, sin esperar invitación alguna.

― ¡Alba! ―gritó Paula, pero ya era demasiado tarde.

Un alarido asustado, procedente del interior de la construcción, indicó lo que efectivamente esperaba que sucediera.

Paula cruzó el umbral para descubrir cómo su hermana pequeña desafiaba con valentía a Juan, mientras el pobre muchacho trataba de sujetar su corazón al pecho.

― ¡Paula! ―exclamó Juan al verla― No te esperaba, a ninguna. Me ha dado un susto de muerte, creí que era un coyote.

Juan lanzaba miradas de una a otra, tratando de comprender la situación. Paula no pudo reprimir una carcajada.

― Lo siento, no pretendíamos asustarte.

― Esta casa es de mi hermana, vete. ―sentenció Alba.

Paula le habría reprendido, de no ser por la ternura que sintió cuando se dirigió a ella como hermana.

― También es de él. ―explicó―. Y de otros compañeros que la necesitan para trabajar.

Alba se relajó y observó el lugar. La decoración era muy austera. Apenas un par de camas portátiles, una mesa con una silla y un camping gas hacían las veces de mobiliario. Lo más llamativo era la cantidad de papeles que había sobre la mesa, junto a varias linternas, faroles eléctricos, y algunos objetos que ella no era capaz de identificar. Siguió indagando, para descubrir una hilera de pequeñas jaulas con animales adormecidos en su interior.

― ¿Qué les pasa? ― quiso saber.

― Están descansando. ―respondió Paula―. Acércate a verlos, pero con cuidado.

Juan aprovechó la distracción de la niña para hablar con Paula.

― ¿Qué tal lo lleva?

― Es difícil de saber, apenas habla conmigo.

― Y tú, ¿cómo estás?

― Todo lo bien que puedo. ―Paula se encogió de hombros―. La situación me supera un poco.

― Se acostumbrará.

― Llevaba tres años sin verme, la mitad de su vida. Soy una extraña para ella, y ella también lo es para mí.

― Eso significa que no vas a volver, ¿verdad?

― No tengo otra opción.

Juan asintió con la cabeza. A veces las circunstancias estaban muy por encima de los deseos. Y ambos lo sabían bien. Sin decir nada más, dejó a Paula algo de espacio, y se acercó hacia Alba, quien observaba un pequeño polluelo de lechuza.

― Este lo encontramos hace un par de días. ―dijo Juan sin esperar a que Alba preguntara―. Debió caerse del nido.

― ¿No sabe volar?

― Todavía no, es muy pequeño.

― ¿Quién va a enseñarle? ―Alba mantenía el interrogatorio propio de una niña de su edad, y Juan respondía de buen grado a todas las cuestiones.

― Su familia. ―aseguró el joven―. Antes de que amanezca lo dejaremos donde lo encontramos y volverán a por él.

― A lo mejor no lo encuentran.

― Lo harán. La familia siempre está cerca, aunque no podamos verla.

Alba lanzó una mirada furtiva hacia Paula, motivada por las palabras de Juan, pensando en que tenía más en común con la lechuza que con cualquiera de las personas de la sala.

― Venga, me vais a ayudar a liberarlo. ―dijo Juan, alzando la voz para incluir a Paula en el grupo.

Juan abrió la puerta de la jaula y tomó entre sus manos al pequeño pájaro. Se acercó con él hasta la mesa, donde Paula colocaba un par de toallas a modo de nido improvisado.

― Trae una de esas anillas, por favor. ―pidió Paula a Alba, señalando un montón de aros de plástico de colores.

Alba obedeció y cogió una, verde, simplemente porque era su color favorito.

― Me gusta esta. ―comentó Alba al entregar la anilla a Paula.

Paula y Juan colocaron la anilla con sumo cuidado en la pata del ave. Las miradas volaban entre ellos más rápido de lo que el animal llegaría a volar algún día. Compartiendo mucho más en cada gesto, recordando otros momentos similares, de finales muy distintos, sobre los papeles revueltos de la mesa.

Paula se obligó a alejar la mirada de Juan y centrarse en Alba, su única y máxima prioridad. Cogió la lechuza y se dirigió hacia la puerta de la tienda de campaña.

― ¿Me abres? ―preguntó Paula a Alba.

Alba corrió sin dudarlo para apartar el trozo de tela y dejar el paso libre. Luego caminó junto a ella sin apartar la vista del polluelo. Juan se unió a ellas en el camino, formando una extraña imagen de familia ficticia, feliz. Una imagen muy alejada de la realidad, como las formas monstruosas que acostumbraban a tomar los árboles en la oscuridad de la noche.

Juan detuvo su paso donde los árboles eran más espesos, el lugar al que pertenecía la pequeña lechuza. Dejaron al animal, todavía adormecido, sobre un lecho de hojas en el suelo. Posteriormente se alejaron y escondieron, dando tiempo a que la naturaleza, como la vida, siguiera su curso. Mientras esperaban, Juan tomó de la mano a Paula, a modo de despedida silenciosa, guardando el secreto que necesariamente quedaría oculto entre las ramas.


Paula entró en casa cargando con Alba en brazos, adormecida e incapaz de mantener los ojos abiertos. La noche estaba a punto de dar paso a la mañana, y ella todavía no se había acostado. El esfuerzo de llevarla hasta la cama era más llevadero al sentir la respiración infantil sobre su pecho, tranquila, confiada, volviendo a ser su hermana poco a poco.

― Pregúntales si se han enfadado. ―pidió Alba al recostarse en la cama, en un punto intermedio entre el sueño y la vigilia.

― Alba…

― Por favor. Solo esta vez.

Paula miró a la niña, aferrada todavía a la bolsa mágica de tela. Le debía el favor de creer en cosas invisibles. Se dirigió a la habitación de sus padres, donde la puerta cerrada parecía un muro inquebrantable. Con la mano temblorosa, abrió, y llegó a entrar apenas unos pasos.

El santuario vacío provocaba una presión en su corazón y en sus sienes, similar a la que se sentía al hundirse varios metros bajo el agua. Y luego un pitido en los oídos que presagiaba el estallido de alguna arteria. Incapaz de soportarlo más tiempo, abandonó rápidamente la habitación, con un sonoro portazo y los ojos anegados de lágrimas que no debían escapar.

Regresó inmediatamente junto a Alba, que luchaba contra el sueño para esperar aquellas palabras que deseaba escuchar.

― No se han enfadado. ―aseguró Paula.

― ¿De verdad?

― Te lo prometo.

― ¿Cómo lo sabes?

― Porque saben que mientras estemos juntas, siempre encontraremos la manera de volver a casa.

Alba asintió y dejó que las palabras escaparan de su boca, mientras sus ojos caían presos de Morfeo.

― Siguiendo las migas de pan…

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