El sueño comenzaba con la formación visual de una ventana rota a través de la cual vislumbré un paisaje neblinoso, obscuro, lúgubre, en el que, oteando el onírico horizonte, se podía adivinar la figura de unos árboles de hoja perenne, lo que hacía proyectar sombras lóbregas, e incluso quimeras ópticas. Entre estas últimas me asustó la creencia de haber visto al mismísimo innombrable ángel caído del cielo. Un ser extraño con cuerpo de cabra y cabeza de toro salvaje rodeado por la espesa neblina y el verdor oscuro de la naturaleza, bajo aquella noche de luna llena. Ese ser no podía existir, pero tenía influencia sobre mí. Miraba hacia la ventana rota cuyo interior yo misma, estando allí, desconocía. Él controlaba mis impulsos y embriagada de temor en la misma medida que de aventura por la maligna influencia de la luna llena y por la mirada de ese ser monstruoso, salté y avancé por el paraje conducida por mis deseos más que por mis piernas. A medida que me acercaba a ese ser, una voz meliflua externa y a la vez intrínseca a mi ser, me decía que me alejara. De repente me vi abrazada al ser maligno. Su poder majestuoso pudo con mi insultada voluntad. Así comenzó todo, la auto sustracción de mi ser, mi pertenencia a otro ente tras ese ominoso abrazo fruto de un intercambio: la eternidad a cambio de mi alma, de mi corrupto espíritu. Mi mente, aunque extasiada, se sentía arrepentida y la contrición no estaba dentro del contrato: A partir del quid pro quo sería una sombra perpetua y eterna fiel neófita de Luzfero. Fue el temor a la muerte lo que me llevó a firmar el pernicioso acuerdo. De repente algo salpicó en mi cara y se introdujo en mis entrañas: eran el odio, la venganza, la avaricia, la envidia, la lujuria, la letra pequeña de todo contrato, y que al fin y al cabo me tocaría saldar para satisfacerlo, pues estaba firmado con sangre: era un acuerdo sempiterno.

Sin embargo en aquellos instantes mi estado de éxtasis me mantenía inconsciente de las consecuencias, y atraída por una fragancia desconocida, lo que quedaba de mi ser se dedicaba a danzar con ese monstruo. El sueño era cada vez más pesado, con la niebla tan espesa que casi se masticaba. Se me hacía difícil respirar, pero no me importaba, pues me sentía embargada de júbilo y notaba el rubor en mis mejillas. Mi emoción de repente se llenó de nostalgia. La felicidad se convirtió en angustia. Hallé respuesta a mi inesperado cambio: la desconfianza hacia ese nefando ser.

Dentro del sueño quise engañarle, pero traté de no pensarlo, pues él controlaba cada palabra que pensaba, el origen de cada escalofrío que sentía. Estaba condenada. Aquella nostalgia que había inundado mi ser deseó conocer la muerte. Busqué mi autodestrucción porque al fin y al cabo… ¿por qué vivir?

Me daba igual perecer. Todo esto rondaba a través de cada órgano de mi cuerpo. Lo sentía en el fluir de la sangre. Pero si descubría mi proyecto no me dejaría despertar.

Fui astuta en cada paso que di hacia el abismo, intentando no provocar sospechas, pues temía más su enfado inmediato que su reacción posterior. Si me descubría me convertiría en algo tan despreciable como él dentro de mi propio sueño. Ya no habría esperanzas de un mundo mejor, la fe estaría muerta bajo mi mandato. La corrupción, la avaricia y la sangre de los inocentes gobernarían en el oligopolio ecuménico de la tortura. En la pirámide social sólo tendrían poder los heresiarcas aduladores de belcebú; mientras los honrados, los bondadosos y los justos sufrirían arrastrándose en la miseria hacia el perdón del mal. Ya nada estaría latente bajo afables sonrisas y falsedades, solo existiría el mal explícito. Pero tenía que elegir: o vivir contribuyendo a propagar los pecados capitales; o morir por un mundo cuya autodestrucción venidera siguiese su cauce.

Mientras me dirigía al precipicio, me alejaba del abominable ser. Pero mi ambición rompió el saco de planes que de golpe subieron a mi pensamiento sin mi consentimiento. Justo en ese momento pude ver cómo aquel repugnante ser crecía junto con su rabia, y cómo me enfilaba con una mirada de inefable odio que acompañó con un grito siniestro y atronador. Todo el paisaje se cubrió de un manto de murciélagos que, atraídos por el ultrasonido, batían y agitaban nerviosamente sus ruidosas alas al compás del grito del diablo, convertido en un gigantesco monstruo. Su grito se interrumpió. Los murciélagos desaparecieron rozándome y una náusea se asomó a la boca de mis escalofríos. Estaba paralizada. La sangre de mi cuerpo, aunque plúmbea, corría y chocaba desordenada por todo mi cuerpo, sintiendo una sensación de vértigo que encogió mi corazón cuyo ritmo soy incapaz de definir, pues aunque estaba asustada, la locura de la situación dificultó sus latidos, y cada uno sonaba a cristal que choca contra el suelo. Las palabras que emergieron de su boca me inquietaron:

  • -Desde ahora vivirás en un sueño eterno, no despertarás, tu cama se convertirá en la tumba eterna del dolor imperecedero, pues sufrirás cuando yo lo dicte y no volverás a conocer ni la felicidad ni la luz del sol, adoptando un aspecto macilento y execrable. Tu cerebro se congelará bajo mi influencia, y a medida que eso suceda, el mundo real experimentará el proceso contrario: el calor gradual, la muerte, la venganza. Gobernarán mis aliados, y pesará sobre tu coagulada conciencia hasta que decida acabar con tu vida.

¿Qué podía hacer? Tenía que salir de allí. Mis movimientos requerían una mayor precisión, y ahora que sabía que estaba dentro de mi propio sueño, manejé la situación y traté de volver a engañarle, pues nada peor podría ocurrir: había comenzado la cuenta atrás del gobierno de Lucifer. Mi deseo de bien se situaría por encima de cualquier crueldad que proyectase. Él leyó en mi mente la valiente premisa y dejó brotar una risa seca que resonó cual hondo eco retumbante en las paredes de mi cuerpo, palpitando en paralelo junto con los latidos de mi corazón.

Pero de repente detrás de la enorme figura del demiurgo y coleccionador de almas, la neblina se hizo a un lado por un breve instante, como para dejarme reconocer la efigie de una iglesia gótica. Fue sutil el movimiento parsimonioso de aquella nube, pues al ocultar de nuevo a la excelsa iglesia, aún me dejaba ver el rosetón que bostezaba aburrido e iluminado por el reflejo de la luna. Lo más curioso fue que flotando junto a aquella iglesia, como en actitud devota ante tanta grandiosidad, hallábanse multitud de tumbas mohosas con las cruces torcidas y con el aspecto que caracteriza a toda construcción de piedra abandonada, pues alrededor de la cual siempre acaban naciendo naturalezas salvajes por el paso del tiempo: enredaderas, sempiternas compañeras de lo sutil y de lo grácil que aterran con su amenazador y bastardo abrazo. Como un rostro oculto por una mano, un ejército de nubes invasoras cayeron del cielo, como si algún Dios las hubiese destronado. El paisaje se volvió a esconder tras la cortina de humo que formaba la neblina, y al no creer posible otra alternativa, me dediqué a buscar el hilo de Ariadna que me condujese tras aquel laberinto de grises nubes y me resolviera el camino para adentrarme en el lugar sagrado (eso supuse en mi imaginación fantasiosa y rebosante de supersticiones). Pero en ese momento descubrí que aunque se tratara de mi sueño, mi mente estaba bajo influencia diabólica, por lo que rápido deduje que toda imagen que apareciese en mi sueño, estaba incluida por sus planes. Pero la curiosidad de porqué había situado precisamente una iglesia rodeada por una flota de desordenadas tumbas, me llevó a averiguarlo, así que me dispuse a correr con el corazón despeinado, y desaparecí entre las sombras de las espesas nubes.

Con un golpe seco en la puerta de la iglesia, la cerradura cayó al suelo (tal era el estado de oxidación y deshidratación de hierros y maderas que componían la ojival puerta). La conseguí abrir, y sus goznes chillaron como si supieran de la presencia del maligno.

Me interné de puntillas, no queriendo hacer excesivo eco en aquel resonante espacio. El triforio estaba derruido, y ese estado me ofreció reminiscencias medievales, pues me parecía ver en la locura de mi flemática soledad a sus constructores originales agarrados a los andamiajes de madera, proyectando la mayestática arquitectura gótica plasmada en el papiro de su maestro. Extasiada me hallaba analizando aquellas maravillas. Esos detalles son los que me hicieron pensar que el hombre tiene que ser bueno por naturaleza, pues tanta belleza proyectada con materiales sin vida, con piedras macilentas y luctuosas, y conseguir transformarlas en un maravilloso conjunto arquitectónico palpitante con tanta bondad plasmada en cada juntura, en cada capitel, en cada columna, en cada pilastra, en cada bóveda que, aunque pétrea, recordaba al cielo, demostraba la bondad del género humano. Me asaltaban dudas sobre la bondad intrínseca del hombre, y a la vez me preguntaba por qué tenía que existir tanta codicia, mentira y engaño; tanta avaricia, envidia y apaño; tanta obsesión por la posesión, por pisarnos unos a otros, por hacer daño. Por qué hay tantos prejuicios y perjuicios en el género humano, cuando la vida, como ya dijo un sabio, es un frenesí, una ilusión; cuando la vida es breve, efímera: La vida es un sueño de la muerte. De repente salí de aquel vórtice filosófico. El motivo fue el estridente ruido que provenía de la puerta, que emergió como un fantasma y me disparó en las sienes. Cada extracto del sueño descrito era un cúmulo de sensaciones cambiantes y agonizantes. De sentirme protegida entre los brazos de columnas de aquella iglesia (más por su belleza formal que espiritual), a sentirme amenazada de vivir en el patíbulo del infierno.

Me escondí tras las columnas que hacían de elemento sustentante de las bóvedas, los arcos ojivales laterales, y los de medio punto de la nave central… Mi poseedor avanzaba sigiloso por la nave central, olfateando con su indagador hocico entre cada espacio, aumentando mi temor y llenándome de una inquietud furtiva. Su presencia cada vez más cercana exacerbaba mi capacidad de reacción: Estaba más segura entre la espesa niebla. Su voz resonó burlona y sarcástica, rebotando en los vanos y deslizándose por los arcos apuntados:

-Ego sum alpha et omega. Ahora tendrás que obedecerme, nadie te protege, pues nada existe. No puedes escapar, ahora tu alma me pertenece.

El extravagante animal tenía razón, y aquel gélido rincón me arropaba de los miedos por poco tiempo. Me gustaría difuminarme como una pincelada en un paisaje de Da Vinci, pero estaba atrapado, y era él quien avanzaba con la precisión de un poeta midiendo sus versos. Como Zaratustra expresando el advenimiento de algo futuro, aquellas palabras anunciaron males desconocidos. La seguridad de su voz potente vaticinaba una cruel masacre. Todo era surrealista, parecía un verso de Lorca sin sentido, un reloj de Dalí derretido, un hombre llamado Gregorio en un coleóptero convertido.

Ese ser era “el magnánimo criminal, el gran maldito, el sabio supremo”, pues otro sabio lo dijo. Escapé, pues mi deseo de autodestrucción permitió que sucediera un prodigio: repentinamente estaba rodeada de prodigiosos y profundos precipicios. Saltar desde esa altura me mataría antes de llegar al suelo, pues sería el viento el encargado de matarme a golpes. Corrí. No paré. No temí. No miré atrás y me lancé al vacío. Sentí el frío recorrer mis venas. Intentaba respirar, pero la velocidad no me dejaba. Sentía mis nervios paralizarse. Sentía el mar (plateado por el efecto de la luna) tan cerca que sabía que el golpe sería letal. Llegué al agua. Me maté. No desperté, no era un sueño, era un engaño del ominoso y triunfante Lucifer. Estaba muerta, vagando por el infierno bajo un perpetuo castigo, y él estaba en posesión de mi alma y de mi palabra.

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