—No sé cómo se hace para ser buen padre.
—Yo tampoco.

La lluvia sonaba como agua hirviendo sobre el techo del coche. En los túneles, enmudecía unos segundos, pero en seguida reaparecía lanzándose en plancha sobre la carrocería, histérica, perturbada. El limpia-parabrisas gemía rítmicamente mientras el motor seguía, paciente, con su narración de los cambios de marcha. Aquel silencio era un zumbido homogéneo formado por piezas de sonido cosidas que creaban un único ruido blanco.
—¡Coño!
Toni soltó el acelerador y pisó el freno mientras encendía los warning en un acto reflejo. Una aglomeración de luces rojas estáticas apareció sobre la calzada justo después de la curva. Por allí nadie circulaba a ochenta aunque las señales luminosas insistieran en ello, así que la inercia del movimiento causó que ambos cuerpos se abalanzaran como un tentetieso. Durante los pocos segundos que tardó en detenerse el vehículo, Toni tuvo tiempo de clavar la mirada sobre el retrovisor mientras colocaba el brazo derecho sobre el pecho de su hijo.
—¡¿Qué haces?!
—Frenar. Hay un accidente. ¿No lo ves?
Juan, sentado en el asiento del copiloto, asintió sin levantar los ojos de la pantalla del móvil. Su nariz, en proceso de transformación, sobresalía de la capucha de la sudadera verde, esa que últimamente llevaba permanentemente puesta. Toni le observó, callado. Aquel crío estaba empezando a dejar de serlo. “Justo ahora que yo vuelvo a la casilla de salida”, pensó.
Cuando pensaba en su hijo, Toni veía a un “buen chaval”. Lo había sido siempre, desde pequeño. Nunca les había dado ningún problema, ni a su madre ni a él. Ni siquiera cuando el divorcio o, cuando ambos empezaron a salir con nuevas parejas. Se había adaptado a todo de forma natural, sin preguntar nada, como si los cambios no le afectaran en exceso. Jota, como le gustaba que le llamaran, no era un estudiante modélico pero se sacaba los cursos, jugaba al fútbol los sábados y, los domingos, quedaba con sus amigos para sentarse en un banco y hablar de nada en concreto. A causa de un estúpido ritual que Toni repetía cada noche desde los veinte años y que le forzaba a contar los cigarros que le habían sobrado del día, el padre llevaba la cuenta de todo el tabaco que su hijo le había robado a escondidas durante el último año. Nunca le había dicho nada. “Que todos los males sean ese”, se decía para sus adentros. El crío era poco hablador: su madre siempre se había quejado de ello. Pero a Toni le gustaba ese carácter reservado tan suyo. “El chico tiene personalidad, no necesita dar explicaciones”, solía replicar él con orgullo. Toni respetaba el espacio de su hijo porque sabía, pensaba, que si su hijo necesitaba contarle algo, no dudaría en hacerlo.
Jota notó los ojos de su padre clavados en el lateral de su cara. El coche seguía parado, la lluvia continuaba cayendo y el Snapchat no dejaba de entregar correo. Levantó la mirada, desafiante, y cubrió con la palma de la mano el teléfono.
—¿Qué?
—¿Qué de qué?
—¿Que qué quieres?
—Cómo le digas eso a una tía cuando te mire, no vas a pillar nunca—replicó Toni, indulgente—. No quiero nada. Sólo te estaba mirando. ¿Te molesta?
—Sí.
—Pues te fastidias— concluyó él, riendo.
Jota negó con la cabeza, mosqueado, y ladeó la cara hacia la ventanilla. En el coche contiguo, un señor en traje rebuscaba dentro de sus fosas nasales con el dedo.
—Pareces ET, con la sudadera esa. ¿Por qué te ha dado por llevarla siempre puesta?
—Porque me gusta.
—Ya, hombre, pero también habrá que lavarla. Mira, a la salida del hospital nos pasamos por la tienda de skaters esa de al lado de casa y te miras algo.
—No. He quedado.
—Nada pues.

Efectivamente, el crío se estaba metamorfoseando. “Qué pereza, éste ahora con el pavo”, pensó Toni, desganado, mientras encendía la radio. La música palió el sabor a corte que había quedado flotando en el aire.
—Y qué, ¿tienes ganas de conocer a tu nuevo hermano?
Jota siguió tecleando, sin levantar la cabeza. Hubo un silencio largo.
—¿Qué esperas que te conteste?
—Que sí. ¿O es que no las tienes? — cuestionó Toni, perplejo.
—Me da igual, la verdad.

La lluvia seguía friendo huevos sobre el capó del coche mientras en la radio sonaba un viejo éxito de los 90. Toni encendió el motor, bajó la ventanilla, sacó un cigarrillo y lo encendió. Entonces, por un momento, se sintió culpable. Quizás no se había puesto en la piel del pobre crío: un nuevo hermano, de otra madre, así de repente, a los 14 años. A lo mejor no era fácil de gestionar para un adolescente. Hasta ese momento, a Toni no se le había ocurrido pensarlo.
—¿Quieres?— se sorprendió preguntando, mientras le ofrecía a su hijo la cajetilla de tabaco. Jota le miró, perplejo. Frunció el ceño, dudó unos segundos buscando la trampa y, al final, se atrevió a coger un cigarro.
—Gracias.
Todavía era torpe fumando. Chupaba mucho la boquilla y sacaba el humo por la nariz, paseando con la mano zurda el cigarro, representando una escena de madurez vacía de vicio y rebosante de teatro. A su padre, la imagen le pareció de lo más tierna y, sólo por eso, volvió a sentirse al mando. El humo les hizo cómplices y camaradas y, durante un rato, ambos se sintieron temporalmente a salvo.
De pronto, el teléfono de Jota empezó a sonar. El chico, forzando una falsa apariencia de tranquilidad, colgó. Volvió a sonar. Toni se mordió la lengua hasta la sexta llamada.
—Como no le cojas el teléfono ya a la tal María esa, no te vuelve a hablar en la vida.
Jota, incómodo, tiró el cigarrillo por la ventanilla, silenció el móvil y lo guardó en el bolsillo lateral de la sudadera. A los pocos segundos, empezó a escucharse el zumbido de una vibración. Impulsivamente, como en un acto reflejo digno del mejor carterista, Toni le arrebató el teléfono a su hijo y, ante su atónita mirada, respondió sonriente:
—Hola María, qué tal, soy el padre de Jota, perdona que no te lo haya cogido pero es que estaba hablando con su madre por mi teléfono, ahora ya ha colgado, te lo paso— recitó, sin dar tiempo a ninguna respuesta. Extendió el brazo hacia Jota y éste se quedó perplejo, mirando la miniatura de la cara de María en la pantalla del móvil mientras los segundos de llamada seguían sumando.
—¡Cógelo, coño!—susurró su padre.
Jota, con la cara desencajada, cogió el móvil con las dos manos y rotó el cuerpo entero hacia la ventanilla, apoyando la frente en el cristal como si se hubiera metido en una cabina de teléfono.
—Estoy en el coche con mi padre. No puedo hablar. ……… En serio, no puedo……… Ya te he dicho que no lo hicieras, que te esperaras ……… Tendrías que haberte esperado……… En serio, que no puedo hablar. ……… No ……… Cuando salga del hospital nos vemos, te lo prometo……… Sí……… No llores, va……… Te lo prometo……… Que no, que no te voy a dejar sola……… Yo también. Ciao.
La sonrisa malévola de Toni se había ido desmayando a medida que escuchaba el tono y la conversación de su hijo. Después de colgar, Jota permaneció inmóvil, con la cabeza contra el cristal, callado. Toni se sintió culpable.
—Oye, Jota, perdona hijo. No pensaba que tuvieras un problema con la chica. Era una broma, pero me parece que no ha tenido mucha gracia— dijo con el más conciliador de los tonos.
Jota no respondió.
—Vale, entiendo que estés cabreado conmigo. No pasa nada. Si no quieres hablarme, lo entiendo. Está todo bien.
En ese momento, los coches de delante empezaron a moverse, despacio. Sin saber bien por qué, Toni se sintió aliviado.
—Mira, ya nos movemos. Por fin. A ver si salimos de este atasco, que con la tontería ya llevamos media hora parados.
Jota seguía amorrado a la ventanilla, de espaldas a él, callado. El contorno verde de su hijo se recortaba frente a las motitas de lluvia pintadas en el cristal por fuera. Toni puso la primera y dejó que el coche se desplazara, despacio. Por el rabillo del ojo vigilaba atento, esperando alguna reacción de su hijo mayor. Una muestra de cabreo. Algo. Así fue como se dio cuenta. La figura del crío se empezó a contraer, espasmódicamente. Toni apagó la radio y pudo escuchar sus sollozos, leves, entre los huecos de lluvia. Un calor intenso de culpa le quemó por dentro.
—Hostia, hijo, no llores, hombre. Lo siento de veras. Sólo era una broma. No es para tanto. Tío, lo siento.
Jota seguía llorando de espaldas mientras la mirada de Toni saltaba de la calzada a la espalda de su hijo como la pelota en una final olímpica de pin-pon. Incapaz de seguir viendo a su hijo así, inclinó ligeramente el tronco, estiró el brazo derecho y posó su mano con cuidado sobre el hombro del chico. Este se estremeció y, bruscamente, giró el torso 180º y se abalanzó sobre su padre, abrazándolo. Toni se quedó helado, con la mano izquierda en el volante y la derecha el aire, en tierra de nadie, sin saber si rodear la espalda de aquella especie de koala lloroso que se le agarraba o salir huyendo.
Permanecieron así unos segundos hasta que los coches de delante se detuvieron y tuvo que apartar cariñosamente a su hijo de él para poder sacar la marcha y detenerse de nuevo. Otra vez, bien sentados cada uno en su asiento, los dos se mantuvieron callados. Uno, mirando al frente. El otro, cabizbajo.
—María está embarazada.

Silencio. Silencio. Silencio. Sólo el sonido de los claxons fue capaz de taponar aquel sumidero de vacío. La caravana había empezado a avanzar durante el tiempo en que el padre se había caído de su cuerpo. Toni metió la primera y se incorporó a la marcha que, por fin, parecía no querer detenerse. Mientras tanto, la lluvia seguía golpeándoles, enloquecida, pero ni tan sólo su zumbido demente era capaz de rellenar lo que padre e hijo habían dejado en blanco.

—Yo no sé cómo se hace para ser buen padre— balbuceó Jota, angustiado.
—Yo tampoco, hijo. Yo tampoco.

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