Allí, en la impertérrita noche, los bramidos de las fieras que rodeaban mi casa me atemorizaban. Yo cerraba los ojos intentando encontrar sosiego y paz, bajo el cielo nocturno, sentado frente a mi máquina de escribir. Hacía tanto frío fuera que los cristales de las ventanas se empañaban dibujando manchas abstractas, ya que yo había encendido meticulosamente mi chimenea para poder resguardarme del hielo invernal.
Las fieras rogaban por sangre y carne mientras danzaban entre ellas. Yo les otorgaba aspecto, garras, dientes, en mi mente. Escribía lo que me decían, lo que yo mismo escuchaba a través de las paredes de madera y ladrillo que me separaban de ellas.
Tenía verdadero miedo porque sabía que me olían, y sabía que no había nadie que pudiese ayudarme. Allí, perdido en alguna parte de la tierra, en mi casa, frente a mi máquina de escribir, tenía miedo de apretar las teclas, porque a cada tac de mi fiel compañera las fieras se retorcían, deseando que los muros se cayeran y pudieran dar conmigo, suculento plato en medio de un bosque desolado, o una pradera frondosa. La maleza parecía haber crecido de repente, quebrándose en las cimas de los árboles, evitando que entrase la luz de la luna. Y la niebla, la niebla condensaba la tensión, la distancia entre las bestias y yo, tramaba un entrecruzado de hebras de bruma que humedecían los canales respiratorios. Me impedía respirar, a pesar de no verla, ni estar dentro de ella. La niebla estaba fuera, yo estaba dentro, y aun así me ahogaba.
Había adornado mi mesa con velas de todos los tamaños, todas las velas que pude encontrar aquella extraña noche. Cada vez que encendía una vela, dos ojos más aparecían en una ventana. Un feroz animal se sumaba a deleitarse con mi frío sudor, y mi terror. Palpitaban en mí toda clase de ideas que deseaba plasmar en los papeles vacíos y muertos que tenía junto a mi máquina. La luz roja de las velas me iluminaba a mí, a mis cuadros fantásticos y mitológicos que adornaban el papel crudo de la pared.
Más adelante, se podía ver un viejo sillón que había heredado de mis abuelos. Me recordaba a ellos el tacto áspero del cuero antiguo, y el color vivo contrastaba y creaba una ilusión de lo que en realidad estaba más muerto que cualquier otra cosa. Era el único contacto humano al que podía aspirar a socorrer en caso de asfixia. Y casi noté los síntomas cuando pensé en la posibilidad de que los cristales se empañasen no por el condensado aire, sino por el vaho de las fauces de los asesinos que me vigilaban.
Nunca en mi vida me había sentido tan deseado. Era el objetivo de toda una raza de destructores, de devoradores. Era ya un cadáver. Estaba a punto de sucumbir al delirio. Y mi máquina se hacía oír por encima de los horribles mensajes que me lanzaban los monstruos. Esta me decía que escribiera, que lo hiciera y no tuviese miedo. En cualquier momento romperían la puerta, o una fuerte brisa abriría la puerta, o incluso la tiraría abajo si el ciclón se hiciese más potente. También podría caer una rama y partir el techo en dos. Pero antes de que eso ocurriese, antes de que mi cruel destino se terminase de dibujar, y el hilo de mi vida fuese cortado por las damas del inframundo, debía plasmar mi historia en aquellos papeles y esconderlos en algún estante de mi curtida librería. Porque no podría esconderla en ningún otro sitio que no fuese aquel.
Mi máquina, ser humilde y valiente, poderosamente fuerte, me dijo aquello sin palabras. Me llamó. Casi me agarró las manos cuando las puse sobre ella, y no hubo forma de que la pudiera soltar. ¡Abraza la inspiración, es tu muerte la que te aguarda, y no habrá nada más inspirador que aquello!
Cuánta razón tenía. Como siempre, le hice caso. Supe responder a tiempo, y mis dedos comenzaron a temblar sobre la superficie fría de sus teclas, ya amoldadas a mis yemas. El dolor siempre había sido el otro invitado, el miedo, su mejor amigo. Y los tenía a los dos correteando por mis venas, saliendo a borbotones en cada latido de mi corazón, hinchándome las sienes y aprisionándome el cuello.
Me apresuré, y conforme escribía, el coro satánico de bestias comenzó a elevar el tono de sus gruñidos. Me espeluznaban, me horripilaban, y me motivaban a seguir con mi cometido. Como un terremoto que se aproxima, como un mal irrevocable que se dirigía a través de tierra y aire a por mí, parecía que los propios astros se giraban sobre sus ejes para verme escribir aquella aterradora noche. Las bestias se multiplicaban. Los ojos se multiplicaban. Y un caos progresivamente creciente escalaba por las paredes, metiéndose dentro de mi habitación. El sillón, la librería, la máquina, y yo sentado en la silla. Los cuatro iluminados por las numerosas velas. Me daban fuerzas para seguir, a pesar del fuerte ruido. Era ensordecedor.
Definitivamente, no podía distinguir voz enemiga de voz amiga. Dejé de pensar con claridad. Las paredes vibraban, el suelo vibraba, y mis manos no acertaban entre las teclas que quería pulsar y las que no. Pero nada podía detenerme, y empecé a teclear más fuerte, notando la tensión creciente en mis dedos, muñecas, brazos y cuello, cerca de la lesión. Estaba asumiendo mi fatal ventura.
De repente, y como un fuerte resquebrajo de la atmósfera que me era propia, la puerta de la entrada se abrió. Mi casa estaba quebrantada, la habían invadido, y era cuestión de segundos que llegasen hasta mí. Escuchaba a las fieras subir las escaleras, desesperadas, curiosas, veloces y potentes. Subían con sus fuertes patas a mi dormitorio y despedazaban cualquier cosa que se les cruzara en el camino. No llegué a entender por qué tardaban en encontrarme, pues no me estaba escondiendo. El azar me concedió unos segundos más que fueron los suficientes para dar conclusión a mi escrito. Faltaban apenas dos frases, y estaba convencido – con la otra mitad de mi mente que no se encargaba de escribir, sino que estaba pendiente del exterior – de que no me quedaba ya posesión alguna en buen estado. Escuché cómo rajaban el colchón de mi cama, cómo caían los platos al romper los armarios de la cocina, cómo saltaron sobre la mesa del comedor y quebraron sus patas; escuchaba las astillas, los cristales, los fragmentos de mi hogar saltar en todas direcciones. Parecía que estallaban auténticas bombas en cada cuarto, de no ser por la falta del fuego y humo. Decidí poner fin a mi relato y salir a su encuentro yo mismo:
“¡Malditos seres! ¡Malditas bestias! ¡Monstruos! ¿Por qué rompéis todo lo que tengo, todo lo que me pertenece? ¿Por qué no venís a por mí y me devoráis? ¡No encontraréis mejor manjar, sigo vivo, no soy un objeto inerte que no sangra cuando le hincáis las fauces! ¡Tengo carne y sangre, y podéis disfrutarlas entre todos! ¡Porque cuando hayáis acabado conmigo, moriréis de hambre, yentonces será cuando os devoréis entre vosotras! ¡No habéis podido buscar un final peor, mis queridas enemigas! ¡Y si algo habéis conseguido, es inspirar la mejor obra, el mejor relato, del que soy capaz! ¡Salgo a por vosotras, quiero poder miraros a los ojos! ¡Dejadme adivinar por fin cómo sois! ¡Bestias estúpidas! ¡No podéis encontrarme, y no me oculto bajo ninguna superficie, ni me he encerrado en un armario, ni intento luchar contra vosotras! ¡Solo me hallo escribiendo, y por poco tiempo!”.
Escuché cómo rectificaban en su camino las fieras y se ponían en dirección a la única habitación que quedaba sin registrar: en la que yo me encontraba.
“Tengo que darle las gracias a los monstruos que me van a matar hoy. Me van a despedazar, van a acabar conmigo, pero esta historia será recordada por siempre aunque la sangre corra, y cada átomo de mi cuerpo se separe del anterior. Maravillosa es la vida en este sentido, y maravillosa la oportunidad de plasmarla. Escritores del mundo, venced vuestro miedo. Escribidlo. Dejad que os sobreviva vuestro arte, ytodo lo que tenéis dentro, que no es poco, al contrario: es un universo de vida sin fin, un cosmos ordenado y dispuesto a iluminar vuestro nombre con sus astros”.
Y cuando pulsé el punto y final, se hizo el silencio. No esperé sentado en el sillón de mis abuelos a que volviese el apocalíptico ruido. Abrí la puerta de par en par, y no encontré destrozos, desorden, ni fiera alguna en ningún rincón de mi casa. No encontré nada.
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