Apreté aun más la daga entre mi mano.

No podía.

Mirar a la pared, ver todos esos nombres, esas frases que yo había escrito por cada vida arrebatada.

Volví la mirada a Yago, quien, al igual que yo, sostenía una daga en la mano. Su empuñadura era negra con unos símbolos que nunca nos había querido explicar, pero que decía que escondían magia oscura.

Y luego mire a la mujer de unos cincuenta años, con los ojos llorosos y suplicando a dios por su vida en silencio. Cuántas veces había presenciado esta escena, cuántas veces había tenido que tragarme mi humanidad y acabar con la vida de la persona que fuese.

La sala donde estábamos la conocía muy bien. La pared izquierda era de cristal y el lado derecho estaba oscuro ya que la luz de la luna que entraba no llegaba hasta allí, pero yo podía ver perfectamente lo que había. El trato que habíamos firmado nos otorgaba ciertas habilidades.

Di un paso tembloroso hacía la señora.

¬—Su vida por la tuya —susurró Yago.

—Si no lo hago todo por fin acabará —dije sin dejar de mirar a la mujer.

—Pero te rendirás —dijo con voz dura—. Te matará.

— ¿Tú no estás harto de matar a gente? Porque yo sí.

—Por favor, no me matéis —imploró la señora. Casi se me había olvidado que estaba ahí, delante de nosotros mientras debatíamos si matarla o no.

— ¿Por eso tengo que morir yo? ¿Por salvar a otros? —preguntó molesto en voz alta, haciendo temblar a la mujer.

— ¿No te remuerde la conciencia cada noche cuando vuelves después de haber matado a alguien? —pregunté, girando la cabeza y mirándole.

En ese preciso instante la mujer echó a correr hacía la puerta que había en la pared de cristal. Antes de que cogiera el pomo brillante Yago apareció a su lado y cogiéndola por la cintura la lanzo con violencia contra la pared. La mujer cayó al suelo inconsciente.

—No hacía falta eso —lo miré molesta, para luego centrarme en la señora.

—Si no está consciente es más fácil —mirando a la señora en el suelo se acercó con la daga aún en la mano—. Un simple corte en la yugular y no tendremos que preocuparnos de ella.

—Yago vamos a parar ya, habrá alguna manera de que podamos dejar de matar gente –me aferré a su brazo, intentando impedir que se acercara más al cuerpo inconsciente de la mujer.

—Seremos débiles ante todos —se quejó.

—No, porque no son débiles aquellos que se cansan de luchar, sino los que ni siquiera lo hacen, y nosotros ya hemos luchado lo suficiente.

—No pienso morir —dijo tajante.

Fue hacia la mujer y con una mano la levantó, mientras la sostenía por el cuello de la camisa. Acercó la hoja de la daga a la garganta y cuando la punta se clavó un poco dejó escapar una gota escarlata.

—Aún sigue viva —su voz fría detrás de mí me sobresaltó.

Me giré en redondo y allí estaba, el que nos obligaba a matar, el que con cada muerte nos perdonaba un día de vida, escondido en la oscuridad, sin dejar que lo viéramos. Su rostro era desconocido para nosotros.

—Estaba a punto de hacerlo —se apresuró a decir Yago.

— ¿Esta no tenía que matarla Victoria? —preguntó.

—Prefiero hacerlo yo —Yago parecía siempre tan seguro de sí mismo, a pesar de lo que hacíamos.

— ¿Eres inmortal? —la pregunta salió de mi boca sin planearla.

—Nadie puede contra mí —su voz socarrona me hizo estremecer.

—No quiero matar a más gente —sentencié, tirando, la daga que llevaba colgada de la cintura al suelo. El acero hizo un ruido desagradable al chocar contra la madera.

—Pues entonces te mataremos a ti. Lo he dicho muchas veces, conmigo o contra mí y contra mí no tienes nada que hacer —su voz expresaba molestia. Se le estaba acabando la paciencia.

—Pues mátame, pero no puedo vivir más recordando las caras de las personas a las que he matado, ese terror en sus rostros, sus suplicas para que no lo hiciera —las lágrimas estuvieron a punto de brotar—. Me está consumiendo.

—Siempre he pensado que eras débil, pero que finalmente cambiarías, parece ser que me equivoqué —parecía dubitativo al hablar, pero luego rió débilmente—. Qué raro, no me suelo equivocar.

—Como en todo —quería mirarlo a los ojos, desafiarle para que acabara ya con todo, pero solo obtuve oscuridad. Por mucha habilidad que tuviéramos, si él no quería que lo viéramos, no lo haríamos.

— ¿Estás preparada para morir? —preguntó risueño.

—Sí —conteste con firmeza.

Entonces salió de la oscuridad y ahogué un grito. Por primera vez le vi el rostro, lleno de arañazos y sangre seca. Su cuerpo era musculoso y alto. Sus ojos rojos te hacían sentir miedo y horror, te dejaban sumida en un vacío que te helaba el alma. Parecía el mismo diablo.

Se abalanzó sobre mí y me agarró por la espalda con una de sus enormes manos, amenazándome con una daga en el cuello. Al principio forcejeé, pero luego pensé que era eso lo que quería y dejé de hacerlo, deseosa de que terminara ya con este castigo que era mi vida.

Y de repente me soltó y su cuerpo cayó pesado en el suelo, junto a mí, mientras mi respiración intentaba volver a su habitual ritmo. Al levantar la vista vi a Yago delante, con una mano levantada, manchada de sangre, en donde supuse que había llevado la daga que le había clavado en el cuello.

—Pero… —lo miré confusa.

La sangre empezaba a derramarse por el suelo de madera.

—No era inmortal, era como nosotros… vivía de la reputación que el mismo se había creado, pero solo había que observar bien para ver que solo es un cobarde —dijo Yago sin mover un músculo mientras me miraba fijamente.

Entre nosotros. el cuerpo sin vida del que había creído el mismo diablo solo me producía satisfacción.

Cuando la señora despertó la convencimos de que la acabábamos de salvar de un terrible ladrón y la acompañamos a su casa. En sus ojos aún se reflejaba el miedo y el desconcierto de que, para ella, no había podido ser solo un simple atraco.

Luego, cogiendo la mano de Yago le di un apretón y pensé que por fin podríamos vivir una vida nueva, lejos de las muertes, de la sangre, del sufrimiento.

—Chicos –su voz me atravesó el pecho detrás de nosotros, nos volvimos y allí estaba él. Esta vez se mostraba tal y como era, sin esconderse en las sombras. Era como si Yago nunca le hubiera clavado una daga en el cuello, parecía más grande y más fuerte, más temible. En su mano derecha sostenía el cuerpo de una chica medio inconsciente que sangraba por una de sus muñecas.

—Su vida por la tuya —sonrió burlón.

FIN.

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