Una pequeña parte de sí misma se había quedado para siempre en aquel armario. Como si al haber convivido con sus objetos inanimados, habituales y cotidianos hubiese provocado que parte de su espíritu se quedara allí.
Aquel armario había sido su confidente durante muchas horas muertas. Era donde lloraba y descargaba, donde escuchaba notas de piano a lo lejos, donde frotaba sus congelados carrillos contra prendas suaves y caras. A veces permanecía durante horas a la espera de algún evento sorprendente a sabiendas de que era casi imposible que pasara nada; otras, las que más, simplemente se dejaba caer entre cajas y prendas para poder sentir la soledad embutida en unos metros cuadrados.
El armario era grande. Nunca antes había visto otro igual. O a ella se lo parecía. Tenía espacio para bailar por la noche, tumbarse a lo largo por las mañanas o agazaparse en los momentos de frío. El problema era que éste último se había convertido en un inquilino a tiempo completo. Hubo tiempos, ya lejanos, en los que aquel rincón había sido un paraíso para ella. El calor del hogar se trasladaba por la pequeña rendija de la puerta, por el entramado hueco de la cerradura. A veces, aposentaba allí sus pequeños ojos para ver pasar a los habitantes que se encontraban al otro lado. Lo cierto es que nunca había salido para conocer quiénes eran aquellas personas. Cuando abrían la puerta para sacar algo se escondía deprisa para que nadie pudiese verla. Le daba pena, pero sabía muy bien que su presencia, en ocasiones, no era bien recibida.
En el armario pasaba las horas muertas tejiendo. Su abuela le había enseñado cómo hacer los mejores mantos para descansar tranquila. También recorría los rincones para conocer algo más de los habitantes que cada día convivían en el exterior. Desde que se quedó sola, para ella lo más importante era ese pequeño rincón de la casa.
Muchas veces se había preguntado si sus inquilinos conocían su existencia y se hacían los locos para dejarla vivir allí. Aunque en el fondo sabía que no. Era todo producto de una ilusión que nunca se cumpliría. Una vez, había visto como una de las mujeres de la casa gritaba horrorizada al ver a una de sus hermanas en la escalera. Ella misma la había advertido que salir del armario para corretear no era buena idea. Después no la volvió a ver nunca más. Ya sabía que todo lo que había más allá de la puerta estaba vetado, que el armario era el fin del mundo para ella.
En aquel lugar a veces conocía el intrincado mundo de las letras. No sabía leer, pero había podido observar que, de vez en cuando, enormes tomos de hojas amarillentas permanecían impasibles en cajas para luego desaparecer. A ella le gustaba el olor. Se acercaba bien hasta sus tapas, duras o blandas, y aspiraba aquella sensación de conocimiento.
Aunque el armario, en otras ocasiones, también se había vestido de horror para convertirse en alguna de sus peores pesadillas. En una ocasión, mientras echaba una siesta despreocupada, una enorme abeja se había dejado caer y le había hecho la vida imposible. ¡No soportaba a esos bichos peludos! Aunque se arriesgaba a ese tipo de situaciones por un único minuto junto a sus prendas y objetos favoritos.
En una de las esquinas, muy al fondo, un abrigo suave y negro colgaba de una pequeña percha. El tiempo le había hecho adquirir un aroma muy característico. La mezcla entre el olor a guardado y algún perfume antiguo y aflorado había hecho de aquella prenda todo un mundo de sensaciones para ella. Cuando más sola se sentía, cuando echaba de menos a su familia, se abrazaba a la esquina de una manga y hundía su cuerpo contra la tela. Sus pequeños pelitos brillantes le hacían cosquillas, mientras que la suavidad del tejido le provocaba una gran paz interior.
Pero no era lo único que le parecía mágico en aquel rincón. Bajo ese abrigo, unos zapatos de tacón hacían las veces de escondite secreto. En más de una ocasión había encontrado monedas dentro de ellos. Como si se tratasen de una suerte de cofres del tesoro con las suelas rojas. Ella no sabía por qué todo el zapato era negro menos esa parte reluciente y brillante. Se notaba que en algún tiempo habían sido el complemento perfecto de fiestas y cócteles, aunque reconocía que hacía mucho que aquellos zapatos no salían del armario.
Muy cerca de la puerta, unas prendas verdes descansaban dentro de un plástico. A veces se colaba dentro para poder admirar las medallas brillantes que prendían de la solapa de la chaqueta. Siempre había pensado que aquella ropa olía a tierra y sangre, pero desconocía el origen y uso del atuendo.
Más arriba, en una de las baldas, algunas cajas escondían lo que para ella eran como lingotes de oro. Tomos y tomos plagados de imágenes daban a conocer un pasado cargado de amor, familiaridad y sonrisas. Niños pequeños y despeinados se plasmaban en pequeños trozos de papel de la mano de señoras bien vestidas y jugando en jardines engalanados. Una vez había conseguido llegar hasta el jardín de la casa. Lo que se veía en aquellas cartulinas nada tenía que ver con lo que ahora era. Las verdes praderas habían dado paso a miles de hojas secas, las flores se habían convertido en zarzas y los árboles habían crecido desordenados mientras chocaban sus ramas en una especie de oscuro baile.
Lo mismo ocurría con su armario. Hubo un tiempo en que todo allí era nuevo, donde las prendas desprendían olores a comida, calle y fiestas. Las cajas que contenían todo tipo de objetos brillaban y la moqueta que recubría el suelo era sedosa. Ahora no. El polvo se había instalado para quedarse. Aunque tenía que reconocer que no era lo que más le disgustaba de la estancia. Lo peor de todo era aquella sensación de llevar siglos dentro de aquel armario. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la primera vez?, se preguntó.
Sus mantos ya tejidos decoraban cada esquina del lugar. Con ellos había dado algo de personalidad a la estancia, aunque sumados al polvo y las prendas ajadas todo tenía una aspecto algo tétrico. No le importaba. Ella permanecería en el armario para siempre. De pronto oyó unos pasos en el exterior. -¿Quién será?-, pensó. Observo con sus pequeños ojos por la cerradura mientras algo enorme se acercaba. Un iris azulado le miró intensamente y abrió la puerta con descaro. ¡Dónde estás maldita!, gritó.
El pánico se apoderó de ella, corrió a esconderse en su suave y azabache abrigo, pero aquella arrugada y enjuta mujer era más rápida. Continuó desplazándose por las prendas mientras intentaba ver por dónde se acercaría. Rozó el traje verde, se agarró a un sedosa corbata granate y consiguió agazaparse tras una caja llena de recortes de periódicos antiguos. Una enorme sombra se proyectó sobre su ser y una mano arrugada le asió por su cuerpecito y le dedicó una mirada descarada. Con solo una palmada, de un plumazo, en una milésima de segundo, su vida terminó. ¡Por fin te encuentro araña asquerosa!
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