Desconcierto. Supongo que esa sería la palabra que usaría. O calma. O quizá hasta miedo. Nunca comprendí a esas personas que afirman que una experiencia o situación puede ser descrita mediante una sola palabra. Demasiado frío, demasiado mecánico. Demasiado fácil. Y demasiados detalles olvidados.

No hay nada más peligroso que los sueños, decían los viejos sabios. O quizá no, y simplemente necesito revestir con un tosco argumento de autoridad algo que, a mi egoísta juicio, tiene más peso que cualquier norma suprema. Para evitar cuestiones, y así también tú lo creas.

O quizás sí lo decían, pero lo hemos olvidado, o no queremos recordarlo. Tal vez nos duela ver tanta verdad escondida en tan pocos vocablos, y nos asuste el poder de estos para traspasarnos y revelar qué escondemos, sin necesidad de servirse de lupas ni pupilas. Tanto esfuerzo por ocultarnos destrozado por unas gotas de tinta.

No recuerdo cómo empezó. Más bien, no sé cómo empezó: impregnaba todo esa vaga sensación de desconcierto, la misma que te inunda cuando te despiertas sobresaltado, febril, durante una ola de calor en el pueblo de tus abuelos, una noche de agosto, y no escuchas un solo ruido en la calle; la que sientes cuando una película empieza en la mitad de la acción, y te pasas los siguientes veinte minutos intentando encajar las piezas de la historia sabiendo de sobra que, para cuando termine el largometraje, seguirás teniendo las mismas dudas. Cuando algo no tiene sentido, pero en ello precisamente reside su lógica, la frágil mecánica que lo hace funcionar.

Los recuerdo a todos, enfrente de mí. De nosotros. Despidiéndonos y dándonos esas maletas que tardamos horas en cerrar porque no quería desterrar diez pares de vaqueros a una casa que tardaríamos años en volver a pisar; algo que tú no entendías, porque no conseguías ver la diferencia entre gris plomo y gris marengo, y porque en el fondo pensabas que me inventaba los nombres de las tonalidades. Despediste a mi madre con un beso en la mejilla, mientras mi padre me daba mi maleta roja a regañadientes, molesto porque siempre me empeñaba en cargar más bultos de los que teóricamente mis pequeñas manos podían soportar.

Nos subimos en dos coches. Tú conducías un Chevrolet Impala del 67, cuyos asientos restantes ocuparon los demás con ansia, como si estuvieran en pleno juego de las sillas: ese en el cual, si no estás atento, te queda como asiento nada más que el aire. Yo iba en el otro coche, acurrucada en medio de los asientos traseros, y ni siquiera vi la cara de quien conducía. Este también iba completo. No era de mi propiedad aunque sus ocupantes, en cierto modo, sentía que sí lo eran.

Sabía que eran mis amigos, pero no conocía sus nombres. A decir verdad, ni siquiera sabía quiénes eran aquellos que me rodeaban, esos que en ese momento pasaban sus brazos por mis hombros mientras cantábamos Life is beautiful. Ryan Adams siempre tuvo un curioso efecto en mí, y el Impala del 67 siempre fue mi modelo de coche favorito.

No sé por qué no íbamos en el mismo coche.

No sé por qué esa gente sin rostro, pero a la cual yo sentía que me unía una amistad de años y alguna que otra anécdota embarazosa (de esas que acabas vomitando delante de tu familia durante una cena de Nochebuena doce años después de que sucedan) nos acompañó hasta la estación de tren. Dicen que a algunos de tus amigos los acabas conociendo como si tú misma los hubieras parido, pero yo en ese momento de lo único que estaba segura era de los versos de aquella canción. Y del sol abrasador que entraba por las ventanillas del coche.

No tengo mucho tiempo. La luna todavía atraviesa los huequecillos de mi persiana con su tenue luz, pero no se quedará mucho rato. No me encuentro lúcida a estas horas, así que seré breve. Pasaré detalles por alto. Es curioso como sólo han bastado unos míseros párrafos para hacerme renunciar a mis pilares más fundamentales, pero a veces es cruelmente necesario.

Lo siguiente que recuerdo es estar frente al andén del tren de la una y media, y que los vagones de este último eran rojos, habiendo dejado el paso de los años y trayectos huella en su acabado. Entonces alcé la cabeza para mirar la ventana del último vagón, y tu mirada se cruzó con la mía. Y me dijo de todo: primero confusión, luego impotencia y, finalmente, miedo. Puedes negarlo todo lo que quieras, puedes engañarte a ti mismo para que tu orgullo no decaiga, pero sé lo que vi: tenías miedo.

Miedo, porque estabas viendo mi cara en el andén, al otro lado del cristal. Miedo, porque tenías tus maletas contigo, en el asiento de enfrente, y las mías estaban a mis pies. Miedo, porque aquel pitido anunciaba que el tren no esperaría.

Miedo. Tenías miedo. Pero más tenía yo.

Miedo, porque las paredes del vagón me habían dejado fuera, y a ti dentro. Miedo, porque había visto esculturas cuyo rostro reflejaba de manera mucho más pobre el patetismo que ahora revelaba tu semblante. Miedo, porque el tren ya empezaba a perderse en la lejanía. Pero, sobre todo, miedo porque no entendía por qué yo no había subido, cuando el billete que mis manos sudorosas sostenían llevaba estampado mi nombre.

No importan las vueltas que ahora le doy a aquel momento, ni que intente enfocarlo desde diversas perspectivas. No entiendo cómo llegamos a esa situación. No entiendo, a decir verdad, la propia situación en sí. Ni cómo se sucedieron las acciones, ni cómo te subiste al tren si cuando cerré los ojos todavía estabas conduciendo tu coche, delante de mí. Pero tampoco en qué momento agarré cuatro cuellos de camisas con dos manos y obligué a esas amistades desdibujadas a meterse de nuevo en el coche para hacer un viaje sin retorno hasta el destino que marcaba el billete, del cual conservaba todavía un trozo entre las manos.

Aunque sí recuerdo el confort de todos esos pares de brazos, rodeándome, y cómo uno de los mismos se separó para arrancar el vehículo antes de que perdiéramos de vista el humo que dejaba ese tren. Curioso, porque no era de vapor.

Y curioso que esa vez tampoco cogiéramos el Impala.

Sus caras eran más borrosas con el paso de los kilómetros y las canciones, pero cada vez estaba más a gusto entre ellos y cada vez estaba más segura de que, a cada minuto que pasaba, se volvían más bellos. Pocas certezas tenía en ese momento, pero al menos esa era una.

Esa, y que me acordaba de ti, pero me daba igual. Sonaba Memories of you, pero no me recordaba a ti: imaginaba que me dolía porque la asociaba a un antiguo amor, y por eso me gustaba, pero no porque me recordara a ti. Me inundaba ese anhelo, mitad adolescente y mitad masoquista, de que algún día esa letra me recordaría a alguien y sufriría gustosamente. En ese momento esa atmósfera me era suficiente pero, aun así, hacía ese recorrido a 130 km/hora por ti.

Recuerdo que entramos en un centro comercial. Tenía tres plantas, las cuales se encontraban en un espacio central similar a un claustro futurista y, mientras observábamos fascinados el techo (que no tenía nada de especial), les dije que podían irse, porque yo me quedaba allí.

Abandonaba el viaje, a la vez que la mano del chico que había conservado sus finos dedos entrelazados con los míos desde que habíamos bajado del coche. No sé cuándo me dio su número, pero estaba escrito con tinta roja en mi antebrazo, y me pidió el mío. Recuerdo, y aun me ruborizo al confesártelo, que se me escapó una risa, porque nunca me lo habían pedido antes. Pero tú sabes que eso no es cierto, que tengo los brazos llenos de números que alguna vez llamaron, y que nunca respondí. A lo mejor no lo sabes, y por eso te lo estoy contando ahora. Veo innecesariamente urgente reconocer que, hasta que me soltó, no me di cuenta de que tenía el pelo negro, y los ojos aún más negros.

No sé por qué te aburro con esto. Supongo que porque en el fondo, si es que tengo de eso, me importas. No voy a mentirte: mi recuerdo más vívido, y el que más daño hace, es el de él.

Recuerdo que di tres vueltas al edificio antes de encontrármelo, y que me estaba mirando fijamente. Igual de intensamente que yo lo miraba a él; descaradamente, sin decoro. Asomarte a sus ojos era como hacerlo a un pozo sin fondo, como mirar a la locura. Y la locura era verde ambarina, pero unas gruesas pestañas negras la hacían parecer más clara. Irónicamente, hasta ese momento pensaba que el único sentimiento que podía ser de ese color era la envidia.

Es mentira.

Estaba apoyado en una columna, y me acerqué sin decir una sola palabra. No se asustó, ni se removió incómodo ante mi proximidad: era como si, a pesar de que nunca nos habíamos visto, estuviera esperándome. No apartamos la mirada ni un solo segundo. Recé para que mis ojos reflejaran que le pedía permiso para entenderlo. Para poner mi mano en el centro de su pecho, que llevaba al descubierto, y que revelaba una complexión delgada y una piel demasiado pálida. Asintió, y no perdí tiempo.

Pero luego quise saber más cosas, desde por qué llevaba una cruz de Santiago de plata pendida del cuello hasta por qué las cicatrices que cubrían su torso eran tan blancas si su piel ya era suficientemente translúcida a juicio del ojo humano. Porque no sé cómo, pero sabía que cada una de esas múltiples irregulares líneas blancas, no más largas que un centímetro, se habían hecho con el filo de ese colgante. Y porque a la única persona que yo había visto con ese tipo de cruz era al Velázquez que te miraba desde un lateral de Las Meninas. Porque todo ese sinsentido parecía respetar un patrón funambulista.

Nunca llegué a formular pregunta alguna, porque el tiempo me daría todas las respuestas. En ese instante me bastaba el calor; la calidez que irradiaba su cuerpo mientras me rodeaba con sus brazos, y que me hacía dudar de si realmente era domingo, llovía y me confortaban una manta y un café caliente; con las cosquillas que las puntas de su pelo cortado con prisas me hacían en el hueco del cuello, mientras me pedía que cerrara los ojos. Que escribiera tres cartas.

Yo sabía que aceptaría. Pero ese no era el problema.

El problema fue que abrí los ojos.

El problema es que son las cinco y diecisiete de la madrugada; que, sobre la retorcida almohada, tengo tres cartas, y no sé en qué buzón tengo que dejarlas.

Porque no lo recuerdo.

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