ANIMALADAS DEL CONFINAMIENTO:

Cuando estalló la pandemia, me quedé como esos zorros que en mitad de la noche son deslumbrados por un coche: parada, con los ojos muy abiertos, alerta y a punto de ser arrollada; solo que la obligación de ir a trabajar me rompió el letargo. Cada mañana atravesaba una ciudad que de tan silenciosa y solitaria, se me hacía desconocida. Aún en la primera semana, con una bruma tan plomiza como mi ánimo, descubrí una ardilla que zascandileaba por los paseos del parque ajena a la verja cosida de candados que nos separaba. Ahora ella era libre y yo la confinada. Solo un par de días más tarde, me sorprendió ver que el único que esperaba en la parada del autobús que hay en la puerta de mi trabajo era un conejito intrépido escapado del jardincillo de al lado.

Después, al llegar a casa, en mis dilatadas sesiones de balcón, lo que más me emociona, aparte de los aplausos que también son secundados por los ladridos de mi perra, es ver cómo en el deshabitado piso de al lado, una paloma cuida de sus dos pichones que, saludables, mueven cada vez con más brío sus alas deseosos de salir a este nuevo mundo reconquistado.

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