Vacaciones en Casa

Vacaciones en Casa

Rubén

04/04/2020

No estoy orgulloso de la historia que voy a contar aquí. Hace una semana, mi hermano gemelo Tomás, o Thomas, como le llaman en Dublín, volvió por sorpresa a casa el 17 de marzo. Mi hermano gemelo, el que dice que nunca va a volver y sólo tiene buenas palabras para Irlanda. Hasta hace bueno en Dublín por su boca. El cumpleaños de nuestra madre coincide con el del santo patrón de Irlanda, así que, en principio, en teoría, él debería de haber estado en Dublín bajando pintas en lugar de presentarse sin avisar.

El día de San Patricio abrió la puerta de casa con sus propias llaves y se plantó en el salón con unos pantalones verdes. Si hubiese sido un ladrón nos podría haber encañonado allí mismo. Claro que un ladrón no tendría llaves de casa. Tampoco habría que darle cobijo. Miré a Thomas como si hubiera visto un fantasma o a una versión más joven de mí mismo. Mamá se quedó paralizada unos segundos y cuando salió del trance se fundieron en un abrazo.

—Felicidades, mamá —dijo él. Y su voz sonó intensa, como si llevara preparando la frase mucho tiempo.

—¿No decías que no ibas a volver nunca? —pregunté.

—Anda, levántate y deja a tu hermano que se siente que estará cansado del viaje —respondió mi madre.

Mamá preguntó que si por fin se volvía a casa y Tomás le contestó que no, que en realidad no iba a venir pero que había encontrado un vuelo baratísimo.

Mi hermano se sentó en mi hueco del sofá, puso las botas encima de la mesa y se estiró abrazando a mi madre. Le faltó ponerse mis zapatillas. Thomas nos contó que él y su novia irlandesa lo habían dejado. También que estaban un poco raros en su trabajo y que a lo mejor lo echaban, así que ni hablar de ascensos. Sólo podía quedarse una noche ya que, como ese día era fiesta, al día siguiente podía decir que estaba de resaca y toda Irlanda le entendería, mientras él viajaba de vuelta. Qué majo.

Quiso dejar la mochila en su habitación, pero le mentí diciendo que acababa de fregar el suelo. Repito, no estoy orgulloso de esta historia, sé que puedo mentir mejor, pero eso fue todo lo que se me ocurrió en aquel momento. Me preguntó que si me había dado por limpiar y se volvió a sentar en el sofá.

—Casi se me olvida —dijo—. Os he traído unos regalos.

Thomas sacó de su mochila parcheada con la bandera de Irlanda un pack de seis cervezas negras para mi y un regalo envuelto del tamaño de un libro para mamá. El libro resultó ser una foto de los tres de cuando fuimos a visitarle metida en un marco de cristal con una cenefa blanca, naranja y verde. A mí la cerveza negra me da arcadas. A mamá le encantó la foto de los tres, aunque Tomás saliera cortado, así que la puso encima de la tele. También le dijo que había cocido y a mí, que pusiera la mesa.

Sin darme cuenta puse sólo dos platos y creo que Tomás se lo tomó a mal. Sólo teníamos dos pasteles, así que los partimos en tres trozos. Antes de acabar de comer, comenzó a encontrarse mal y se fue a tumbar un rato. Siempre ha sido un aguafiestas.

Cuando llegó a su habitación, gritó que porqué estaba cerrada. Se me habían acabado las excusas así que le abrí.

Se quedó unos treinta segundos callado, que me parecieron una eternidad.

—Te lo puedo explicar.

—¿Dónde está mi cama?

Pero la verdad es que no podía explicarlo. En el lugar que la cama había ocupado sus veinte años de vida estaban mi tele nueva de plasma de 50 pulgadas y mi consola.

Dándome la espalda, Tomás pasó su mano por la balda donde solían estar sus trofeos de fútbol y ahora lucían mis réplicas de superhéroes. Otra vez una pausa tensa que esta vez rompió él.

—¿Esto es por si me planteaba volver a casa?

—¿Te lo estás planteando?

—¿Devolverías la tele y la consola?

—En realidad, tu cama está en el trastero —mentí— esta también es tu casa.

—No voy a volver hermanito. En este país no hay trabajo y lo poco que hay está mal pagado. Además, creo que lo puedo arreglar con Ciara y tú no sabes lo que cuesta encontrar piso en Dublín. Y no llueve tanto.

No voy a negar que esta última frase me tranquilizó. Había vendido su cama por cien euros. Tomás durmió aquella noche en el sofá del comedor. Le ofrecí la mía, pero dijo que no me molestara por una noche.

Para calmar mi conciencia, me levanté pronto al día siguiente, fui a la panadería, compré unos croissants y le llevé el desayuno a la cama. Bueno al sofá. También me ofrecí a llevarle al aeropuerto ya que mamá tenía que trabajar y yo podía extender mi descanso de las oposiciones. Se levantó tarde y lo encontré en el baño.

—¿Te has olvidado de cómo lavarte la cara? —le pregunté. Como saliendo de una ensoñación se aclaró la cara dos veces y preguntó que si nos íbamos ya.

—Si quieres coger el vuelo, sí —respondí.

Le llevé hasta el aeropuerto, hablamos de mis oposiciones y de cómo estaba mamá. Le sonó el teléfono y por lo tenso que se puso pensé que eran malas noticias.

—¿Era del trabajo? —pregunté.

—Sí, me han ofrecido un ascenso.

—Ah, pues bien, ¿no?

Tomás no dijo nada más en todo el trayecto. Al volver yo sólo en el coche me puse a pensar en lo que me había dicho aquella tarde sobre no volver nunca, y el caso es que su voz me sonó débil.

Cuando llegué a casa, tenía un mensaje de mi hermano. Cuida de mamá y disfruta de la habitación mientras puedas. Algo me dice que no se creyó que su cama esté en el trastero.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS