Podría decir que nevaba el día en que nació. Que el cielo se desintegraba y sus restos se precipitaban al vacío, podría decir que los copos producían un sonido viudo y frío al chocar contra los cristales de la ventana.

O podría decir que era de noche, que parecía que alguien había cosido la luna – redonda y amarilla – al cielo con jirones de nubes.

Podría también decir que soplaba el viento, que los árboles se desprendían de sus vestiduras y las hojas muertas bailaban al son de la brisa y el vendaval.

Podría decir muchas cosas sobre el día de su nacimiento. Pero ninguna de ellas sería verdad.

Tonterías. Invenciones. Chorradas.

Lo cierto es que yo no estaba allí.

Tardé dieciséis años en cruzarme con ella. Aún necesitaría uno más para colarse por completo entre mis grietas, acurrucarse en el hueco vacío bajo mi corazón y poner mi mundo patas arriba.

¿Solo eso? Te preguntarás.

Está bien.

Sumemos a la ecuación unas vendas, unos pies cansados, las piedras del Camino, algunas risas… y ¿por qué no? Aguja e hilo.

Las primeras palabras que lanzó hacia mí ni tan siquiera eran suyas, se las habían prestado. Vi como cambiaban de sus hombros a los míos y la liberaban de su carga. Su espalda se enderezó, alzó la barbilla.

Lo siguiente que escuché de ella no fueron palabras, ni risas. ¿Llanto? No, tampoco.

¿Qué, entonces?

Música.

Era un día frío y soleado. Ni una sola nube se atrevía a cubrir el azul brillante del cielo. La grava taladraba las plantas cansadas de mis pies. El viento se enredaba entre mis ropas, se deslizaba y me erizaba la piel. Cuando se detuvo en seco, me hizo girar la cabeza y enfocar la vista. Y la vi.

Vi cómo las yemas de sus dedos presionaban las cuerdas, cómo sus nudillos y todo su cuerpo arrancaban el sonido a la guitarra. La vi inclinar el rostro y orientar el oído. La vi cerrar los ojos y preparar la garganta tragando saliva.

Era yo la que no estaba preparada para lo que vino después.

Fue como un rayo de sol en el día más frío del invierno, como el sabor de la risa después del llanto amargo, fue como regresar a casa.

Su voz se precipitó al vacío. Nació en lo más hondo de su estómago, saltó la barrera de sus dientes y estalló.

Si hubieras estado allí…

Oh, te habría encantado.

Habrías visto como el sonido de su voz se tiñó de los colores del ambiente mientras se derramaba por sus piernas y su espalda. Inundó el suelo y formó barro al encontrarse con la tierra. Me mojó los pies. Trepó por los muros de las casas, se elevó en el aire, arañó la ruda corteza de los árboles y se mezcló con el agua del río que, cerca, también cantaba.

Sí, sabía que eso sería lo siguiente que tus ojos preguntarían a los míos: ¿Qué canción es capaz de provocar todo eso?

Seré sincera.

No recuerdo qué cantó, tan solo recuerdo lo que provocó en mí.

Recuerdo que el mundo se detuvo y mi estómago se encogió, recuerdo cómo mi corazón ralentizó su ritmo para no interrumpir con su monótono compás el desgarrador sonido que brotaba de su pequeño cuerpo. Aún hoy me pregunto cómo es capaz, cómo sus costillas logran mantener esos pulmones llenos de canciones a medio cantar, llenos de tarareos y susurros.

Cuando su voz se desvaneció, se bloqueó la respiración en mi garganta, se empañaron mis ojos y sentí un hueco a la altura del estómago. Boqueé en busca de oxígeno. Pero no era eso lo que necesitaba para continuar.

Empleé media vida en buscar aquella canción. Busqué en todas partes: en las madres que canturrean al caer la noche, en aquellos que acompañan sus pasos de música comprimida en un bolsillo, pregunté en las calles, escuché a músicos ambulantes y acudí a más de cien conciertos. Escuché el sonido del mar, la quietud de la noche, la serenidad de la roca y el ímpetu de la lluvia. Incluso volví al lugar donde todo comenzó, con la esperanza de que la magia siguiera encerrada en el barro, la corteza y el río. Escuché cientos y cientos de canciones.

Y jamás la encontré.

Me avergüenza decirlo. La sangre acude a mis mejillas y su peso me obliga a bajar la mirada. Mis labios palidecen.

Un día, mucho tiempo después de rendirme y abandonar mi búsqueda, mucho tiempo después de resignarme a una vida regida por el silencio y su ausencia, la verdad me estalló en la cara. Apareció al doblar la esquina y me golpeó con sus puños de hierro. Me hizo caer. Aún conservo las heridas que me causó. Idiota, me dijo, abre los ojos.

Utilicé las manos como punto de apoyo para levantarme del frío y empañado suelo. Enderecé la espalda y froté con los nudillos llenos de arena y miedo mis ojos cansados de buscar.

Y lo comprendí.

Maldije el tiempo que había perdido buscando la canción que se correspondiera a mis recuerdos, las horas transcurridas en las calles mendigando acordes que me devolvieran aquello que una vez sentí.

Y lo supe.

Supe que la magia no residía en la canción. Podría haberla escuchado en cualquier otro lugar – quizá llegara a escucharla en mis muchos años de búsqueda sin resultado – y no habría producido ningún efecto en mí. Mi corazón no habría saltado y golpeado mis costillas como lo hizo.

Comprendí también que la magia no estaba en la guitarra: simple madera con una capa de pintura azul, tallada con cuidado y envuelta por el arcoíris de la libertad. Cuerdas que, al ser aporreadas por otros dedos tan solo producirían estridentes e inconexos ruidos.

La magia…

Ya lo imaginas ¿verdad? Sí, así es.

La magia estaba en ella. Era ella. Corría por sus venas, se digería en su estómago, hinchaba sus pulmones como el aire, se escondía bajo la piel y entre los dedos, inundaba cada fibra, cada célula de su cuerpo.

No llegué a adivinar si ella lo sabe. Si es consciente del poder que reside en su interior, si sabe que algo en el mundo cambia si es ella la que pone banda sonora a esto que llamamos vida. Quizá algún día encuentre el valor para preguntárselo… Pero hasta entonces, solo nos queda escuchar.

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