Xaire, Jenofonte.

Tu carta ha despejado mil conjeturas. Hasta ahora vivíamos de la fama que os precedía, pero también de toda suerte de rumores. El último, que Farnabazo te había capturado y habías perecido como Próxeno y los demás estrategos.

Nos entristece que confirmes la muerte de Próxeno. Si al menos hubiera sido como nos cuentas que la ha encontrado Cefisodoro, con los enemigos delante y los amigos al lado…

Jenofonte: Sócrates ha muerto. Sin lanzas ni combates, sólo por la injusticia que emana del gobierno del pueblo.

Cuando marchasteis, la ciudad se conmocionó. Temían a Ciro, os temían a vosotros y ahora estabais juntos. Se envalentonaron con los que quedábamos aquí. Un día, Sócrates fue zancadilleado en el barro, como si no le bastara ya su vejez para hacerle caer. Me apena contarte que más de una vez lo recogimos desmayado en la calle, cuando no ensuciado de su propio cuerpo. Esa vez me tocó a mí. ¡Qué duro fue!

Él te apreciaba a pesar de que tú no lo frecuentabas tanto como otros.

Su talante cambió al poco de iros. No fue solo por vuestra marcha. Los achaques le abrumaban. Su ánimo ya no estaba con nosotros, sino ahondando un pozo muy cercano al Hades.

Ha sido un año triste, como si todos nos hubiéramos contagiado de la pesadumbre de Sócrates. Y en ésas se supo que el ejército de Ciro, desvanecido en el desierto, había aparecido en el confín del mundo, entero y victorioso. La Ciudad quedó asombrada. Luego supimos que tú conducías el ejército, y nos alegramos, y decíamos a nuestros enemigos: ved de qué hombres de bien se ha privado esta ciudad, cuánta gloria hubieran dado a Atenas.

Después dijeron que el ejército pasaba al servicio de Esparta. Tanta la fama que habíais ganado hasta entonces, tanto fue el odio después. Todo se enconó de nuevo. Se presentó a la Asamblea una propuesta para desterraros. Nadie os defendió.

Después se echaron contra Sócrates. !Ah!, si lo hubieras visto. Pensaban que era un pobre viejo y resultó ser un león dormido al que se despierta.

Fue Méleto, instigado por Ánito. Ya los conoces. Lo acusaron de impiedad, de pervertir a la juventud. Tu nombre figuraba en la lista de jóvenes corrompidos por él, a la par que Alcibíades y Critias. Ya sabes cómo es el entendimiento del pueblo, que convierte en verdades indubitables las mayores necedades.

La pena para eso es la muerte. Nos preocupaba Sócrates y además teníamos miedo por nosotros: ¿quién sería el siguiente? Nadie se acercaba a Sócrates para ayudarle. Hermógenes fue el único que no dudó. A unos y a otros nos decía «¡cómo?, ¿lo vais a dejar sólo?». Pocos respondieron.

Los entendidos dicen que nada hubiera pasado si su defensa se hubiera limitado sólo a rebatir las acusaciones. Pero Sócrates no se achicó. Decía que si su vida entera no le valía de defensa, no quería ningún otro alegato. Más aún: delante del tribunal fue todo lo sarcástico que tú ya conoces que puede llegar a ser. Hasta bromeó con que el oráculo de Delfos le había proclamado el hombre más sabio y más justo.

Fue condenado, más por despecho que por convicción. A la hora de fijar la pena, ni él propuso nada al tribunal, ni permitió que sus amigos lo hicieran por él. Hubiera bastado una multa, pero él se burló de los jueces proponiendo como castigo que se le alimentara perpetuamente en el Pritaneo a costa de la ciudad. Así que, tal como temíamos desde el principio, lo condenaron a muerte.

En sus últimos días se supo quiénes eran sus amigos de verdad. Nadie vio a ese jovenzuelo de anchos hombros, Plato, que ahora se las da de discípulo. Otros buscaron las sombras de la noche para que nadie les viera acercarse a la prisión. Y otros como Hermógenes, lo fueron todo y más que ninguno de nosotros.

Ninguno de nosotros olvidará cómo fue estar con él mientras esperábamos el cumplimiento de la sentencia. No era Sócrates el afligido y nosotros los que le consolábamos, sino al revés. Él nos decía que todos, desde que nacemos, estamos condenados a morir, que lo triste sería acabar en la plenitud de la vida, pero que ya sentía la vejez, y que la divinidad le había aconsejado este momento para morir. Y que, además, de esta forma la cicuta le salía gratis.

Como los lacedemonios de Leónidas, que la víspera del día en el que iban a perecer se entretenían en peinarse y acicalarse, algo hacía que Sócrates enderezara su espalda, caminara más firme, hablara más alto y con más ingenio que nunca.

Cuando llegó el momento, apuró la copa, sin más, y murió rodeado de sus amigos.

Y nosotros, que creíamos que se había buscado la ruina atolondradamente, caímos en cuenta de que en el injusto proceso había encontrado la salida a una vejez que le abrumaba, y que lo había calculado todo para convertir su propia muerte en un cargo público contra sus acusadores. Sócrates ha trocado la humillación que se le quería infligir en gallardía, la derrota en victoria, y ahora, los que éramos sus amigos, estamos orgullosos de él, mientras que sus enemigos son vilipendiados y despreciados. Nos ha enseñado que no importa cuán inicua sea la sentencia, ni cuán terrible la pena: uno mismo siempre puede erigirse en dueño de su propio destino, tanto frente a los hombres como frente a nuestra inexorable naturaleza mortal.

Sócrates, al ponerse en manos de sus enemigos, nos obligó a salir de nuestras casas y mostrarnos en la calle, el tribunal y la cárcel, sólo por la vergüenza de no renegar de él. Y ahora, una vez cometida la ignominia, por doquier se extiende un sentimiento de contrición y nosotros, los que teníamos miedo de que se nos viera visitarle, miramos con ojos de reproche a los que consintieron que se le acusara.

A la Diosa pido que regreséis pronto y barráis esta mediocridad.

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