Su mejilla izquierda parecía arder. Yo era todavía muy pequeña, pero aun así mi madre no pudo convencerme: estaba segura de que le dolía. Sus ojos encerraban las lágrimas con fuerza, como si de una cárcel se tratara. Siempre lo hacía cuando discutía con mi padre que era, por desgracia, más de una vez al día. Y eso no era buena señal.
Nunca lo era.
Mi madre me tuvo con 25 años. Le costó mucho dar la noticia a Germán, mi padre. Él odiaba a los niños o, más bien, les temía. Era un borracho. Uno vago, pobre e ignorante. No sé cómo pudo, mi madre Sofía, casarse con «eso». No dejaba de preguntarme porqué aguantó con él quince años. Si hubiera sido ella, no le habría dado ni una sola oportunidad.
– Susana, cariño –me solía responder cada vez que sacaba el tema–. El amor es así. Cuando quieres mucho a alguien no te importa lo que ocurra con tal de estar… a su lado.
– ¡Pero no para de pegarte! –le respondía.
– Tiene un carácter muy fuerte, cielo. Pero por dentro es bueno. A pesar de todo tiene buen… buen corazón.
Siempre he pensado que se lo repetía a sí misma para creérselo. Ella sabía perfectamente que no era así, que mi padre estaba enfermo; no tenía sentimientos. Sólo estaba con nosotras porque le dábamos techo y comida, no porque amase a su familia.
La primera vez que mi padre, cansado de pegar sólo a mi madre, empezó a pegarme a mí también, estábamos solos en casa. Mi madre estaba trabajando; limpiaba casas. Ese día se encontraba en un piso tres calles más debajo de la nuestra. Yo tenía tan solo diez años y estaba dibujando en mi cuarto. Cada mañana, mi madre me traía el desayuno, me daba un fuerte beso en la cara y me pedía que me portase bien.
– No le molestes. Anoche volvió tarde y ha pasado mala noche- era la frase que más me decía.
Cerca del anochecer ya estaba hasta arriba de cervezas y estaba, como siempre, borracho. De pronto, escuché un ruido en el salón, uno poco habitual. Corrí hacia allí, curiosa. ¿Habría vuelto mamá? Nada más llegar al salón encontré la televisión en el suelo. ¿Qué había pasado? Germán estaba rompiendo a pedazos unos papeles pequeños con la cara roja de ira. No se me olvidará jamás la rabia que reflejaban sus ojos cuando me miró.
– ¿Qué miras, niñata? –Chilló. -¿¡Qué pasa!?
Me bloqueé. Por dentro sabía que tenía que huir, gritar. Pero no pude. Me asustó tanto esa mirada de odio que me paralicé en seco. Mi padre se acercó lentamente a mí y levantó su mano. Yo me quedé quieta esperando que, lo que me decía mi madre continuamente, fuera verdad. Que mi padre, el hombre que ahora me miraba con la mano en dirección a mi cara, era bueno, sensible. Que me quería y no se atrevería a hacer lo que, en ese momento, hacía.
Su guantazo hizo que me cayera al suelo. Me intenté incorporar e irme rápido a cualquier sitio, pero mi padre fue más rápido y me cogió en volandas. Balbuceaba, colérico, palabras que no llegaba a entender. Me llevó al desván, no sin antes pegarme varios manotazos en las nalgas y uno último en la misma mejilla que antes. Tras ello, cerró la puerta.
Nada más irse, comencé a llorar. Anochecía. Me daba miedo la oscuridad, y la habitación donde me encontraba estaba plagada de sombras. Apenas tenía un ventanuco y la única luz que podía encender pendía de un cable en el techo, muy alta para poder alcanzarla. Además, hacía frío. El labio me dolía mucho más que el culo. Seguramente tenía un poco de sangre, pues mi boca sabía algo rara. «¿Por qué me ha pegado?», me repetía a mí misma durante el tiempo que estuve encerrada.
Poco a poco dejé de llorar y me quedé dormida. Al cabo de un rato, me desperté al escuchar un ruido. «¿Hola?» La voz de mi madre resonó por toda la buhardilla. ¡Había vuelto de trabajar! No me lo creía. Por fin la oscuridad iba a desaparecer. Empecé a gritar: ¡mamá, mamá! Estoy aquí, ¡en el desván!
Lo que dije se cumplió. La puerta se abrió con un chasquido y mi madre me abrazó fuertemente.
– Oh, ¡Susy! ¿Estás bien, mi vida? –me preguntó cogiéndome en brazos.
– Papá me ha… –callé de golpe. Cuando la luz nos iluminó a las dos pude ver que sus ojos estaban rojos. Había estado llorando y tenía un moratón en su hombro izquierdo. Uno muy grande–. Papá estaba enfadado y vine aquí asustada –mentí. –La puerta se cerró y no pude irme.
– ¿Y esa herida? –Su mano, dulcemente, rozó mi labio. – ¡¿Te ha pegado?! –Negué rápido con la cabeza.
– Me di un golpe. Lo siento. –A día de hoy, sé que mi madre no me creyó, pero dejó que me sintiera una heroína por no causar una nueva discusión. Gracias, mamá.
Ese día dormimos juntas, en mi cama. Mi padre no vino hasta después de dos noches. ¿Se sintió culpable por lo que pasó? No, no lo creo. Ese hombre no tenía conciencia.
La segunda vez que me levantó la mano fue similar a la primera, pero mucho peor. Estábamos solos en casa, como cada día, pues mi madre seguía trabajando en el mismo empleo. Había pasado sólo un año tras la vez anterior. Estaba lloviendo a mares. Yo me encontraba leyendo en mi cama: El Principito, de Saint-Exupéry, el libro favorito de mamá. Al ver que llovía, me levanté rápido pensando en recoger la ropa que teníamos tendida. Era tradición que la ayudase en las cosas de la casa, pues sólo yo podía ayudarla. Mi padre estaba tirado malamente en el sofá viendo un partido de fútbol. Para llegar a la cocina tuve que esquivar varios botes de cerveza. ¡Madre mía, había por lo menos quince repartidos por todo el pasillo. Olía que apestaba a alcohol.
Cuando mi padre vio que me dirigía hacia la cocina me ordenó que le diera otra cerveza y yo, como tonta, se lo negué.
– No, papá. Ya has bebido mucho. ¡Mira cómo está la casa! Mamá llegará y…
– No recuerdo haber pedido tu opinión –me replicó.
– Lo sé… –Estuve a punto de ceder, de decirle que se la traería por miedo a su reacción, pero ya era demasiado tarde.
– ¡Qué me la traigas de una puta vez, coño! –El grito me hizo retroceder dos pasos –. ¡Venga, a qué esperas! ¿¡A que vaya yo o qué!? -En ese momento, se levantó y la vista se me nubló. Mi cuerpo se contrajo y, sin saber por qué, cerré los ojos.
El miedo me estaba invadiendo de nuevo. Su mano chocó con mi cara y retrocedí cayendo al lado del perchero. Logré levantarme y entré corriendo a la cocina. Germán me siguió y agarró mi pelo. Me tiró hacia él y caí de espaldas otra vez. Comencé a llorar: ¡papá, para, para!, le rogaba. Fue a darme otro golpe, pero puse mis brazos por delante y sólo me dio en ellos. Eso le hizo enfurecer más y cogió una botella del suelo. Le costaba mantenerse en pie, se movía de lado a lado, cual borracho, pero sus intenciones se podían ver perfectamente. Se dirigió a mí, amenazante con el cristal. Me arrastré hacia el pasillo y, justo entonces, la puerta de entrada se abrió.
Mi madre apareció por ella, tranquila, cansada. La lluvia la había pillado por sorpresa puesto que estaba empapada.
– ¿Qué es esto? ¿¡Qué estás haciendo, Germán!? –Al ver la escena, se puso pálida. Corrió hacia mí, pero mi padre la apartó de un empujón.
Me quedé en silencio, sin moverme del suelo, viendo la pelea entre mis padres. Mi madre comenzó a llorar, chillándole. Mi padre, a su vez, la zarandeaba con fuerza.
– ¡¡Basta ya!! ¡No lo aguanto más! –Vociferaba ella.
– ¡Deja de quejarte, zorra! –Se quejaba él.
– ¡Has pegado a nuestra hija, por el amor de Dios! ¿En qué pensabas, malnacido? ¡Cómo me entere de que la has pegado más de una vez…! –Mi madre se soltó de las manazas de mi padre y se dirigió al teléfono. Antes de que pudiera cogerlo, el hombre la tiró al suelo y comenzó a dar patadas.
A partir de ahí no vi más. Cerré los ojos hasta el punto de doler y escuché chillar a mi madre. Oí cómo el teléfono caía al suelo, cómo mi madre insultaba a aquel monstruo, y cómo él se defendía a base de golpes brutos. No aguantaba más. Me dolían los tímpanos. No quería estar allí, quería marcharme, huir. Y lo hice. Me levanté con todas mis fuerzas y, tambaleándome, aún sin ver, fui a casa de una vecina. Di más de veinte golpes a la puerta hasta que me abrió con cara de sueño.
– ¡Susana! ¿Qué pasa? ¿Sabes qué hora es? Trabajo esta noche…
– ¡Mi… mi madre…! Mi padre está… –La señora se me quedó mirando y sus ojos se abrieron. En ese momento los confundí con dos lunas antes de caer rendida en el suelo.
Cuando desperté, estaba tumbada en un sofá. Era cómodo, pensé. Por un momento no recordé lo que había pasado. Me encontraba confusa. Alcé la mirada y encontré la sonrisa de mi madre. ¿Me la dedicaba a mí? Miré hacia un lado y vi a varios hombres con uniformes azules. ¿Policías? De fondo se escuchaban sirenas. Hermosa melodía…
Mi madre, poco después, me contó que, cuando fui a la casa de la vecina, ésta llamó a la policía y me acostó en su sofá. Después de ese día tuvimos que acudir a varios juicios. Me dolió en el corazón tener que contar todas las cosas que había vivido con mi padre. Todas esas frases hirientes, esas miradas que me atormentaban las noches. Al final, mi padre acabó siendo condenado a cinco años de prisión. Mi madre y yo acabamos mudándonos al centro de Madrid y vivimos…
– “…como si nunca hubiera pasado nada”. –La clase quedó en silencio hasta que la profesora dio tres aplausos.
– Me has sorprendido, Susana. Ha sido una muy buena redacción.
Sonreí y me senté de nuevo en mi asiento. El timbre sonó pocos minutos después y salí del aula con la mochila a mi espalda. No me detuve para hablar con nadie. Estaba cansada, había dormido mal. Caminando hacia casa sonó mi móvil. Me detuve para leer el mensaje. ¿Número desconocido? Lo abrí, sólo ponía: “Hola, Susy.”
Oí una risita a mis espaldas. Alcé la vista y allí estaba él, mostrando una de sus terribles muecas.
– Susana… –susurró.
¡Oh, no! ¡Otra vez, no!
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