Llevaba más de tres horas conduciendo y el cansancio acompañado de hambre comenzaba a hacer mella en mi cuerpo. Decidí que pararía en el siguiente pueblo para recuperar fuerzas. Poco a poco fui menguando la velocidad hasta quedar detenida ante lo que parecía ser un restaurante familiar sin mucha clientela.
Había una mujer sentada en una mesa junto a la puerta con una copa de vino tinto en sus manos. Miré hacia la barra y no vi a nadie que pudiera atenderme. Mi estómago rugía de una manera casi desagradable.
¡Tendrás que girarte si quieres que te atienda! – gritó la mujer. En ese momento me di cuenta que ella era la dueña del local, a la par que su único cliente en ese momento. Le conté que buscaba un sitio donde comer algo. La verdad es que no me bastaba con un bocadillo; estábamos a nueve grados bajo cero y mi coche del 88 hacía unos cuantos años que había decidido ahorrar en calefacción. Casi no me sentía los dedos y necesitaba algo calentito que me hiciera revivir.
La mujer me dijo que tenía exactamente lo que necesitaba; pegó un trago a su copa de vino y la dejó sobre la mesa con un golpe seco.
—Siéntate en esa mesa —me dijo.
Me senté obediente. Aproveché para frotarme las manos e intentar entrar en calor.
—Le faltan 4 minutos —dijo la mujer.
—¿Disculpe? —pregunté confusa.
La mujer murmuró algo que no logré entender y después repitió:
—Le faltan 4 minutos… al caldo; llevo toda la mañana preparándolo. Eso te hará entrar en calor. Preparo el mejor caldo de todo el pueblo, y si me apuras, de toda la provincia.
Se me escapó una risilla. En ese momento me di cuenta de que esa señora tenía cierto encanto. Al principio me había parecido algo seria pero era de esas personas que te hacen sentir curiosidad por saber más de ellas.
Me sirvió un plato lleno de sopa de fideo gordo. La verdad es que olía de maravilla. Inhalé el aroma casi con desesperación y al saborear la primera cucharada, mi alma se colapsó. Salió disparada, dando tumbos en una espiral de explosiones dentro de mi boca, dentro de mi mente; se me encogía el corazón con cada latido, con cada sorbo, con cada recuerdo. Seguía girando y girando, en un túnel sin tiempo ni espacio. No podía contener las lágrimas, una tras otra brotaban fugaces y empapaban mis mejillas. Mientras tanto, allí estaba yo; en la casa de campo, correteando alegre al lado de la chimenea mientras le estiraba del delantal a mi abuela.
—No corras Andrea, que estoy haciendo el caldo y se puede caer la olla. Escucha cariño, mientras se cocina tenemos que estar concentradas y quietas. ¡Así el sabor es más bueno! Pronto tendrás que aprender a hacerlo tú. Toma… prueba un poco… ¿está bueno?… Recuérdalo siempre, por si algún día yo no estoy: este es el verdadero sabor del caldo casero.
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