Árbol de hoja perenne-RN

Árbol de hoja perenne-RN

PNY

30/04/2017

El sol llevaba escondido varios días después de que empezara la semana. Pero como no puede nunca irse, seguía alumbrando la ciudad de grises. Su habitación casi a oscuras, pese a que era mediodía, volvía a verlo amanecer como de costumbre: solo y por sorpresa. Esta vez abrió los ojos sin poder recordar qué estaba haciendo un momento antes y maldijo la tiranía con la que el sueño castiga a la memoria. Descubrió su cama a la luz levantando las sábanas que hasta ese momento, y toda la noche, habían cubierto su cuerpo. Se acercó a la ventana y alzó la persiana. La luz, ya despierta a esas horas, inundó la estancia. La luz siempre miraba desde fuera, no jugaba a vivir, pensó, y entonces se dijo que no podía tener estaciones, ni entendería de horas. Era solo un testigo que soportaba el tiempo mientras él buscaba un sentido a todo lo demás y se limitaba a sobrevivir.

Encima de la mesa habían dormido, también, todos los papeles que desordenó la noche anterior. Desde donde estaba, frente a la ventana e inclinado hacia el cristal, alcanzó a ver una nota sobre la silla que, bromeó para sí, habría intentado escapar de todo aquel caos de folios blancos manchados. Era una nota que Teresa, tiempo antes, había dejado intencionadamente olvidada dentro de su agenda:


A los que esperan

que vuelvas.


A los que al odio

susurran voces mudas,

que se escuchan a kilómetros de quien debe escucharlas

y retumban en un eco cercano pidiendo auxilio.


A los que esperaron tu volver

y no pensaron en correr,

decidles que nunca llegará el momento,

ni el lugar

de volverse a ver.


A ti, que crees no esperar,

que crees caminar,

te digo que no vuelvas

a volverlo a intentar.


A los que esperan:

que vuelvan.


Nunca había entendido qué pretendía decirle cuando escondía tantas cosas sin renunciar a quererlas contar. Volvió a leerlo. Lo releyó. Nunca lo entendería. Tampoco a ella. Partió el papel en dos, abrió la ventana y dejó que el aire robara todo lo que Teresa le había querido dejar escrito de forma sincrética en aquella trampa de papel. Fuera hacía frío, era abril.

Ella seguiría igual. Inmutable a su rutina. Él nunca se había sentido cómodo en espacios tan cerrados, aunque fueran incorpóreos. Pero de ella no podría molestarle. No podía molestarle nada. ¡Eran tan diferentes!

Teresa había robado a su ignoto más de lo que este espontáneamente habría querido dejar escapar. Tanto que no podía ni siquiera imaginar quién sería él si Teresa aquel día, todavía caluroso aunque de septiembre, se hubiera sentado algo más lejos. Dos sillas, una fila por detrás, por delante. Cualquier movimiento habría sido decisivo para no conocerse. El azar que te sitúa a veces donde tú también habrías elegido estar. Así, gracias a nadie, se habían hecho amigos.

Mateo, siempre tuvo la sensación de que Teresa le había pensado muy naif. Una ternura inocente que ambos conscientemente quisieron regalarse. Compartirse.

Le había descubierto tantas cosas, tantas vidas, tanto a donde mirar, que le creía inmortal. Le había construido estoica, inmune, pero olvidó la debilidad que escondía el tiempo. El tiempo había sido fugaz, aunque el instante perdurara en el recuerdo. Sencillamente no reparó en su fuerza invisible y terminó por ahogarles. Pero, todo podía romperse. Incluso el recuerdo, incluso la piel. La piel, tan frágil que se rasgó sin avisar. Y entonces, con todo ya caído y roto por no haber estado atento a lo que tendría que haber cuidado, se dio cuenta de que no le merecía. Una traición suicida sin cómplices. Sin motivo. A sí mismo.

No podía dar una explicación a aquello que veía separado por un abismo majestuoso. Una solemnidad discorde a sus actos. Había entre el alma y la boca algo que vaciaba sus palabras, pero no tenía duda de que estaban ya lejos. Sin embargo, en su intimidad ahora reflexiva había también ruidos sordos, palabras, que no se podían escuchar, si a caso oír, pero se sentían. Y así, sin motivo y por azar, una vez más, se dio cuenta de que siempre habían estado más cerca de lo que creyó. Que fue la ausencia del uno y la otra, la ausencia mutua, la que los echó a perder. Descompuso el vínculo por la mitad guardando los nodos de cada una de las partes. Quiso buscar entonces un hilo hasta el momento invisible en un intento de unir la distancia ficticia que les había separado. Se acercó a la mesa, buscó entre tanto un papel todavía por escribir y cogió un boli. Aunque la letra se debilite el mensaje es siempre igual de sincero; no le temblaría el pulso, en todo caso el alma:


Ojos de cielo azul primavera

en un otoño ahora frío,

que llora ausencias,

que solo derriba hojas,

sin dejarlas caer hasta el suelo.


Sintió vergüenza. Dio la vuelta a la hoja. De nuevo blanco:


Lágrimas que atraviesan vísceras

y que no son de agua.

Bajan, suben, bajan.

Sin secarse.


Todo eso que arrastran los árboles,

que nunca sueltan

y que no son hojas.


Todo eso que sigue siempre ahí

y no importa si

primavera, otoño, invierno o verano.

Siempre ahí.


Había aprendido a hablar tragándose palabras. Como hacía Teresa. Sabía que los juegos de palabras le gustaban porque le permitían leer más de lo que veía y todo lo que quisiera:


Todo eso que no es nada,

todo eso

que es el tiempo.


Todo lo que regalas,

Teresa.


Dobló el papel en dos y volvió a dejarlo sobre la mesa sin perdelo en ese mar de árboles secos que era su escritorio. Fue entonces al baño, se duchó sin mucha prisa y volvió a vestirse la ropa del día anterior. Nunca se había preocupado mucho de su imagen. Algo que Teresa siempre le reprochó. Algo que también desde el principio los separó: “la singularidad estética se juzga siempre extravagante, mientras las demás nunca son banales y ni se justifican”. Tajante, rotunda, como acostumbraba. Obviamente no pudo evitar reírse al escucharle hablar con tanta seriedad de algo para él tan superfluo. Pero como todo, lo entendió mucho más tarde.

Salió a la calle. Salió en busca de Teresa. Perdida. Fuera ya no hacía frío, era abril.

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