Estimado señor Matallana, aún no nos conocemos, pero le escribo, le contacto, con unas letras importantes para mí. Yo quiero contarle que mi tío Jose, bueno, mi tío-abuelo porque entre mi familia nadie concreta y todos parecen consanguíneos de primer grado, murió en un tren, hace ya unas décadas, en un Expreso con locomotora cuadrada y reluciente de la serie 321, al poco de subir al vagón, al poco de ocupar su asiento, al poco de ser descubierto por una mujer superada por la sorpresa, retrasando la salida del convoy hasta la llegada de los sanitarios, cubierto por una gran manta fina, solo y algo triste del corazón, porque también la tristeza mata aunque sea indiagnosticable y lenta.

Mi tío Jose, tío-abuelo, se refugió décadas atrás en el calor del mar Mediterráneo en un apartamento pequeño y sesentero, en un barrio que ni era de turistas ni de los de toda la vida, con paredes blancas que olían a salitre, y el salitre huele a marinero en tierra o tierra que añora regresar al mar, un piso rezumante de sol, con puertas de las que se doblan con una patada y con un portal que daba a una acera que parecía un cementerio de coches o acaso eran los mismo coches pero cambiados de sitio cada poco pero siempre los mismos.

A mi tío Jose se le metió el frío en los huesos desde los años de la División Azul y el frente ruso. Él fue allí para escapar de las represalias del nuevo régimen, pasó de combatir con la República en el Ebro a cagarse (literalmente) de frío en el valle del Volga. O eso o las cárceles y el hambre de los vencedores. A mi tío Jose, dice mi padre, decía mi abuelo, le daban ataques de risa bronca y se escuchaban chasquidos corporales como si se fuera a desmontar su armadura ósea. Yo creo, otra vez, que era ese frío soviético, guerrero y estepario, el frío de la desmemoria, el lento veneno que fue consumiendo su resistencia.

Mi tío Jose huyó de Madrid buscando el sol y el olvido brumoso del mar. Eso ya lo he dicho pero es que los destellos de su figura alta y sonriente me dirigen siempre a esa playa y ese calor vacacional-balsámico de Alicante. Un tren le transportó al refugió al que ocasionalmente le visitábamos sus familiares. Yo recuerdo a un hombre delgado, moreno y peinado a la antigua, es decir, hacía atrás con brillantina, con pelo, un pelo que afortunadamente siempre ha estado presente en todas las generaciones de mi familia en abundancia, el pelo y el sentido del humor, consumido por la cajetilla de Ducados que aspiraba con cada oportunidad, que jugaba con nosotros a la zapatilla (ingenua violencia con que jugábamos con esas edades) mientras le llenábamos el suelo de la casa de arena y ruido, creando una especie de playa artificial y , ahora lo veo, dando calor a sus manos frías.

La muerte de mi tío Jose se transmite por una especie de tradición oral familiar, con el tiempo detenido en aquel vagón metálico y expreso de Talgo, en el andén de la estación Alicante, con los enfermeros y los guardias civiles entricorniados escoltando el cuerpo inerte de hueso que se adivina bajo la colcha. Con Serrat y su Mediterráneo me sobresalta esa imagen.

Mientras todo esto pasaba, señor Matallana, todo ese exilio al minúsculo oasis de la costa, a la ciudad de las palmeras y puerto cartaginense (luego romano tras arder bajo el fuego conquistador), mi abuelo contenía la respiración durante cuatro décadas, o tal vez menos, con su mono azul, pintando unidades en los talleres de Villaverde. Otra vez trenes, señor Matallana, otra vez. Allí estaba él en esa ciudad ferroviaria con miles de hormigas negripardas serpenteando los puentes, los fosos, los túneles de limpieza, una colonia de provincianos, absorbidos y recopilados por la capital, masticando las pesetas del breve sustento. A él no le pareció extraño necesitar dos trabajos, seguir pintando después de la jornada en los talleres, como a mi padre-niño, el de la foto estática de primera comunión, partir el chocolate en onzas y compartirlo con mis tías-niñas. De mi abuelo me encantaba que conservara su pelo tan dignamente, ya dije que eso del pelo es tema de familia, que vistiera traje para acudir al banco y la placa de plata con que me embobaba de crío por su locomotora verde y la hermosa escritura inclinada a la derecha para dar más solemnidad. Esta es la placa, señor Matallana, que presidía el salón de mi abuelo y que baila en el subconsciente de todos mis primos y muy en especial en el mío por ser el más inclinado a creer en leyendas, por transcendental y por padecer de vértigo histórico. Con los años y la curiosidad, porque basta ver algo mucho para no darte cuenta que está ahí, supe que la placa era un homenaje a mi abuelo Miguel, ahora caigo que no dije antes su nombre y tal vez fue por no confundirlo, un homenaje, como decía, de los que no hubo más, ni chapas, ni memoria colectiva y el taller, al mismo ritmo que la memoria, empezó a encoger.

Señor Matallana, ya sin el estimado ahora que empieza a saber de mí y hay una pizca de confianza; de los talleres aún queda mucha gente muy válida, como lo fue mi abuelo, sonriendo (una vez más), ferroviario, en un patio sepia con jardineras, siempre delgado y siempre con su coche, el Tigre, por amarillo y por 127 y por atravesar la barrera del tiempo hasta en tres generaciones.

Señor Matallana, se va reír, pero esto sigue y mi padre y luego yo seguimos al pie del raíl, un poco como el Tigre, generacional y duradero. Ayy, ¡cómo me gustaba ese coche!

No tengo muy claro como comienza esta historia pero mi padre, también Miguel pero compuesto y con un Ángel después que seguramente le haga las veces de protector además de nombre, ha gastado ya media vida a bordo y a pie de andenes y vagones. Lo de ferroviario se lleva casi sin darte cuenta, pero se bebe, se toca, te circula ferroso por las venas de los pies a la cabeza. En mi padre, Miguel Ángel, gobierna el desgobierno de la aversión al trabajo, no al tren, no confundamos, al trabajo en sí, a la obligatoriedad y las jornadas que a veces le obligan a deambular a las cuatro de la mañana o recogerse con el tren que cierra el servicio y colecciona las primeras y últimas estrellas del firmamento urbano. Porque bien podría ser eso, un recogedor de anocheceres de estrellas, a fin de cuentas lleva muchos años con una diminuta estrella roja en la pechera del uniforme, junto al broche amarillo y azul de Renfe, junto a la identificación como interventor, justo debajo de la barba sempiterna y ahora canosa de veterano centurión. Los trenes le han llevado por toda la geografía montañosa y cortada de este país. Él sí sabe los apodos de los trenes, que si el Moro, el Lince, el Rías Baixas, el Estrella…yo ya no sé de eso, yo ya solo he visto como se extinguían sus nombres y en algunos casos su propia existencia, porque al dejar de nombrarlos también muera su propio espíritu metálico y bravucón. En momentos distendidos, señor Matallana, hasta podría escuchar a mi padre contar como superó las pruebas para acceder a la empresa con botas de goma estilo militar y chándal prestado por su cuñado, supongo que dando un poco el espectáculo y ya barbudo, universitario y rebelde por aquel entonces.

Y ahora estoy yo, señor Matallana, que es bueno que también sepa de mí en primera persona, el que le escribe. Yo desde las estaciones, viendo la entrada y salida de los vagones en su cadencia casi perfecta, yo que estoy más por una pizca de azar, asistiendo como un actor privilegiado del movimiento inmenso e imparable de miles de personas. ¿Sabía que hay personas que te guiñan un ojo cómplices y otros que prefieren desviar la mirada, que justifican o increpan más con aspavientos que con palabras? Siempre a toda prisa, raramente deteniéndose, como para no parar el ciclo del movimiento. Incluso pedir un billete se abrevia al nombre de la estación y con ello, y sin darse cuenta, se abrevia la propia esencia del ser humano bajo el paraguas de los horarios y el automatismo. A veces se reparten besos, como decía, y otras insultos. Sí, a veces te besan, para que negarlo, me gusta resaltar lo que parece imposible y, a veces, con la radio de mi taquilla canto con la ilusión de dar color a la oscuridad de los túneles. Y yo permanezco en mi garita de cristal. Un actor privilegiado, pero un actor más, como ya he dicho antes.

Señor Matallana, ya sabe mucho de mí, ya sabe que mucho de mi historia circula y ha circulado sobre el raíl, ya hemos tomado confianza, ya que no soy el anónimo nombre estampado en una cara de un sobre, y puede que nunca imaginara tanto esfuerzo por un objeto tan frágil y sencillo. Pero, estimado señor Matallana (me vuelve la solemnidad, ya ve), le pido un favor, un inmenso y a la vez pequeño alarde de generosidad. Le ruego que me devuelva la placa de plata que seguramente encontró cuando compró la casa de mi abuelo, la placa que con toda seguridad presidía el salón y que no quedó en manos de nadie sino en las suyas propias, la “plaquita” por al que todos los primos deslizábamos nuestras miradas y sin querer quedábamos atrapados por su historia y por su misteriosa y brillante locomotora verde, la memoria viva de mi familia, señor Matallana, de la que me siento algo depositario.

Ahora, señor Matallana, ahora que ya sabe un poco de mí, un poco de mi camino sobre vías y traviesas, ahora puedo despedirme afectivamente de usted y agradecerle con un abrazo volador y sonámbulo su atención.

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