Amaba aquel rincón de tal manera que parecía haber sellado allí su encuentro para toda la vida. Víctor era constante en aquel lugar, decía que «siempre que los sabores hicieran estremecerte en un lugar, allí el resto de los sentidos deben de encajarte».

Las paredes de piedra, la mesa de madera y ese plato sobre ella que siempre estaba dispuesto a invitarle a comer. Víctor tomó asiento y se quedó fijo a la copa que se encontraba frente a él. Allí estaba, en armonía con la luz de la estancia, sonriéndole con su boca insinuante y esas comisuras que tienen la medida exacta de dilución y en su interior todos los aromas confinados de su vino tinto.

Su hermano fue quién le llevó allí por primera vez; él tenía la sana costumbre de elegir los mejores lugares para disfrutar y éste era su preferido. Apreciaba la sencillez de una exquisita comida y le dedicaba el tiempo justo para poder evadirse en un comedor.

En este restaurante los camareros ya eran sus cómplices. Víctor apreciaba mucho su amabilidad. Los sabores amargos de la vida ya iban en sobres endulzados de sarcasmo e ironía, y aquí, este tipo de azucarillo no tenía cabida. Apreciaba la naturalidad y la sencillez de aquel lugar. Ese día fijó su mirada en la silla vacía que estaba frente a la suya. Le vino a la memoria las palabras de su hermano, lo que él consideraba “su buen comer”:

«No comas deprisa, hay que ajustar los sabores a la boca y recoger todos los olores. Mastica con cariño para apreciar un exquisito «Secreto», unos frescos «Chipirones» o ese laminado de «Tataki de atún». No debes oír nada cuando estés comiendo. El tenedor no suena cuando el paladar se siente y la cuchara no absorbe cuando resbala el gusto por tu garganta. Deja de hablar, después caerá la primera letra, pero tardará, para dar paso a todas las palabras que tengas que decir a continuación. Casi siempre serán los sonidos los que se adelanten y luego vendrán ellas; pero tardarán, porque se quedan buscando cada una su hipérbole».

Víctor se había ausentado de la ciudad durante un tiempo por trabajo. Estaba de nuevo allí. El lugar era el mismo, tal vez algún detalle en la decoración era diferente, pero mínimo. A él no le importaba si la fila de platos había cambiado de orden o si la columna de vinos estaba en la otra página. Recordaba cada instante que había pasado en este rincón del comedor; primero con su hermano, después con su esposa y amigos, y ahora con sus hijos. Se había dado cuenta que fuera donde fuera de viaje, los sabores le llevaban a la atmósfera de aquel restaurante. Allí podía disfrutar de treinta platos que le harían viajar a treinta lugares diferentes del mundo sin salir de Madrid. Allí comía en familia. Esos buenos ratos… Se sonrió, cogió su copa y saboreó su vino tinto. Comenzó a comer su pizza de boletus sin hacer ruido.

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