Me pusieron ese apodo durante la posguerra en Ciudad Real. Allí nos pilló la victoria de Franco. Yo tenía ocho años y era la mayor de tres hermanos. Mi padre era republicano y cuando tuvo que escapar a Francia nos dejó en casa de una familia que nos dio cobijo. La familia tenía una criada que no nos miraba con buenos ojos, en especial a mi hermano mediano, al que solía atemorizar. Mi padre siempre decía: «hay pobres, pobrecillos, y pobres de todo». Qué razón tenía.

No podíamos salir fuera para no comprometer a esa familia, así que mi hermano y yo nos entreteníamos jugando en el patio con cualquier cosa, y sin hacer ruido. La pequeña estaba arriba siempre con mi madre; era aún muy chiquita. A mí me gustaba mucho asomarme a la calle. Desde el quicio de la puerta veía zanjas que sirvieron de trincheras y el tránsito de gente de una ciudad que poco a poco quería despertar. Veía a niñas de mi edad jugar con sus vestiditos almidonados, sus lazos puntiagudos y sus brillantes zapatitos de charol. Ellas parecían repeler el polvo del ambiente, yo no. Creo que alguna vez me vieron escondida detrás, pues cuchicheaban arremolinadas y miraban hacia la puerta de reojo.

Un día vino una visita y mi hermano y yo nos apresuramos a escondernos para no ser descubiertos. Él se echó a correr hacia el retrete, un cuarto oscuro y frío en el patio, y yo detrás de unas macetas de hojas grandes y verdes. La criada apareció también, saludó, acompañó y regresó. Yo seguía agachada, y a punto de ir a por mi hermano, cuando la vi entrar en el retrete un momento. No sé si a ella le dio tiempo a ver su diminuta silueta encogida en las sombras del rincón, pues la mujer salió casi de inmediato. Esperé a que se marchara y entré a buscarle, y por poco piso un enorme escorpión que huía con todo el cuerpo, la cola y las patas tan elevadas, que parecía volar de tanto como corría. Encontré a mi hermano agazapado en la oscuridad tiritando y muerto de miedo. Me impresionó su mirada de terror cuando me agaché y le abracé para llevarle arriba con mi madre. Esa noche enfermó, le subió la fiebre y murió antes del amanecer entre convulsiones y una lluvia del demonio en la calle.

Por la mañana había dejado de llover y todos en la casa iban de un lado a otro tratando de saber qué hacer con la muerte inesperada de un pequeño niño refugiado en la casa de una buena familia. Yo bajé al patio y me asomé a la puerta. Vi a las niñas, con sus vestiditos, sus zapatitos, mirando curiosas una zanja en la que rebosaba el agua y el barro de la lluvia. Ya no tenía sentido esconderme, como tampoco contener mi rabia. Salí corriendo con los brazos tan abiertos como pude y empujé a cuatro de ellas a la zanja. Todos en la calle me vieron hacerlo, todos corrieron a sacar a las niñas del lodazal. Fue entonces cuando empezaron a llamarme La Terrible.

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