¡Esto sabe a gloria!

¡Esto sabe a gloria!

Irene O.P.

21/05/2017

En esta historia no hay magdalena, ni té, ni vajillas elegantes. Esta historia no evoca un sabor concreto, ni siquiera un olor. Esta es la historia de un amor a la comida que sólo da el hambre, la historia que podría ser la de toda una generación que vivió la posguerra rural española, pero que es la de mi abuelo, la de su sentido del humor, la de su pueblo segoviano y la del ¡Esto sabe a gloria!

Poco cochinillo cató este buen señor, menudo, parco en palabras y que curiosamente nació sin olfato, hasta muchos años después. En su infancia en la meseta, marcada por el pan con gusanos de los racionamientos, un cocido de garbanzos con un hueso de jamón era un manjar, como lo eran unas lentejas sin bichos o una simple naranja. Y todo a compartir entre una familia numerosísima, más cualquier vecino que no tuviera qué llevarse a la boca. Para él, el valor de un plato en la mesa era tal, que cincuenta años después, aún se le iluminaban los ojillos al ver llegar la cazuela. Nunca vi a nadie comer con una una sonrisa tan grande en la cara, lo mismo un asado que una raja de sandía. Y nada más empezar, no podía contener su muletilla, ¡Esto sabe a gloria!, que a veces cambiaba por ¡Esto está glorioso!. Ya os he dicho que era hombre de pocas palabras.

Tanto le marcó la miseria que, hasta sus últimos días, una de sus anécdotas favoritas fue la de los distintos animales que había tenido que comer para matar el hambre. Un castellano no gasta palabras sin una buena razón, y mi abuelo sabía lo chocantes que les resultaban esas historias a las generaciones posteriores, y el escándalo que despertaban en sus nietas de la capital. Siempre lo contaba en la mesa y, al terminar, le delataba la picardía esa risilla floja que se le escapaba, y que cada vez se esforzaba menos en disimular. La última vez que sacó el tema a relucir, motivado por la presencia de un invitado, disfrutábamos toda la familia de un aperitivo de embutido segoviano y una deliciosa ensalada de berros que él mismo había recogido del arroyo.

-Suerte tenéis de no saber lo malo que es el hambre. -Así comenzaba siempre- Yo por hambre he comido todo lo que me he encontrado en el campo… He comido gato, que sabe a liebre, he comido rata, que también, he comido águila, que tiene la carne algo dura, he comido culebra, que no os creáis que está mala, y hasta he comido ardilla…

Con el fulgor de la historia, el abuelo hablaba y hablaba mientas los demás tragábamos y tragábamos, hasta que yo le advertí:

-Abuelo, ¡qué te quedas sin berros!

Y el hombre, con esa ternura que sólo despierta un abuelo, mucho más cuando ya está un poco sordo, me respondió:

-¡Claro! ¡También he comido perro! ¡Y me supo a gloria!

De tu nieta vegetariana, que no te olvida.

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