Mi abuela, siempre contaba historias del hambre vivida en la dura posguerra, divina señora, sus sufrimientos para poder llenar esas bocas, ansiosas de comida, a cualquier hora del reloj. Ingeniosa ella, con su despensa tan despejada como los árboles de hojas en otoño, reunía sus ingredientes de aquí de allá, para poder hacer los magníficos pucheros, tan ricos como pobres.
Bien temprano estaba en pie, entre cazuelas, para remojar las únicas legumbres de las que disponía ese día, en esa cocina vieja, con sus cortinillas estampadas, utensilios de madera, donde pasaba gran parte del día. Se peinaba con el usado peine de costumbre, su larga melena canosa, con un vistoso moño, entre ondas y vaivenes.
Aseada, perfumada, se vestía con su habitual muda negra, se calzaba sus zapatillas de esparto, cogía el cesto trenzado de mimbre y encaminaba sus pasos al monte, hoy tocaba alubias con hinojos.
Con los pies agotados y la espalda doblada, volvía a la casa, en donde ponía en marcha los fogones y su gran imaginación. Había recolectado un gran manojo de hinojos frescos, los lavaba, en aquel patio donde tenía una gran pica gris, con el chorro de ese grifo oxidado. Patatas de la huerta, alubias secas, hinojos frescos y al fondo del puchero.
Las horas se le iban con el hervir de la olla, pelando patatas, troceando verduras, con ese cuidado de Juliana, todo debía estar preparado. Todas las habitaciones empezaban aromatizarse con ese caldo de los dioses, solo ella sabía conseguirlo.
Empezaba la ceremonia, la preparación de la mesa, la disposición de las sillas, los vasos, los cubiertos, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cual. El punto de sal y el último bullir, daban el final a ese manjar.
Olor embriagador que te arrastraba a entrar en esa estancia, y olvidar los juegos de patio con amigos, la comba, la pelota. Rápido a la mesa, manos limpias que la yaya nos espera, los platos están colmados y las ganas no nos faltan.
La chef de los fogones ha vuelto a lograrlo, su magia ha funcionado, un suculento potaje con escasos víveres, pero con mucho amor, siempre así, había triunfado nuevamente. Que gran persona, única, con esa dedicación y vocación que tenía, sus platos eran regalos de vida.
¿Cómo con esos guisos caseros íbamos a faltar a la cita? De esa sobremesa con alubias e hinojos, de la huerta a la mesa, con aromas a campo, hechos con esas manos cansadas, arrugadas, trabajadas pero inagotables.
Con ella se fue la fórmula secreta, quedó patentada el día de su marcha, aun así, recuerdo su textura en mi boca, su sabor, ese suave guiso que impregnaba todo de calidez en esa vieja casa, hecho en una cocina con cortinillas estampadas y un negro delantal esperando en el perchero, símbolo del esfuerzo y el trabajo.
Mi recuerdo será para ti yaya.
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