Nunca fue un gran cuestionamiento ni una gran interrogante para mí, la existencia de los autos. Los vi pasar desde que era una niña. Pasaban veloces y felices. Otras lentos y tristes. Algunas veces, irrumpían la calle con algo de rabia y otras las invadían con un poco de timidez. A veces me los imaginaba con orejas de conejo, a veces los veía con alas de pájaros, a veces con colas de camaleón, otras los observaba como si fueran peces en un acuario. Sí, y aunque creo que no me llamaban mucho la atención, a ratos me permitía atribuirles distintas personalidades a cada uno de estos entes robóticos alimentados de tuercas y cables. Salían y andaban. Y para mí siempre tuvieron caras; caras de disgusto, caras de hambre, caras de aburrimiento, caras de engreído, caras de hipócrita, caras de mentiroso, y hasta caras de traidor. En las noches alcanzaba a percibir claramente la expresión de sus caras cuando encendían las luces. Cada quien con su gusto, cada quien con su auto. Para mí era algo común, algo que siempre estuvo, algo con lo que nací. De todas las formas, tamaños y colores, ya estaban instalados viviendo en la ciudad. Anduve en ellos, me subí, me baje, me senté, dormí y comí. Ellos tenían desde entonces, sus propias reglas y leyes, sus propios códigos. Se las ingeniaron para hacernos caer en su mundo, se las arreglaron y perfectamente lo lograron. Estaban ahí, consientes y nosotros inconscientes. Pero no había problema; las familias, los jóvenes, los novios, los abuelos, los solitarios, los que pudieron, tuvieron entonces la posibilidad de convivir con esta especie. Nunca fue un gran cuestionamiento ni una gran interrogante para mí, la existencia de los autos.
Puedo jurar que jamás me llamaron mucho la atención estos individuos de ruedas. A pesar de que a ciertas horas los miraba y me atraían extrañamente, puedo estar muy segura de que jamás me lograron llamar la atención. Cuando los miraba, era nada más que una atracción momentánea; algo relacionado con una especie de observación desde mi parte, algo fugaz que no alcanzaba a convertirse en interés ni en gusto. Pero por nada nunca jamás en todo ese tiempo, puedo jurarles y firmales incluso puedo persignarme ante el cielo, que por nada en el mundo sentí alguna vez, el deseo arrebatado de obtener uno. A pesar de que me causaban cierta impresión animalesca desde que era una niña, nunca logré tener un gusto particular por aquellos seres estupefactos llenos de vida y paralizados por ellos mismos a la vez. Los veía como animales de metal que rugían con una inteligencia instintiva y acabada, animales que andaban de un lado para otro, quizás eso era lo único que me llamaba la atención. Ni si quiera sus sonidos eran llamativos para mí. Lo prometo. Chillaban y mugían. Ladraban y maullaban, y graznaban. Llegaban a ser insoportables, casi imposibles de tolerar. Pero sí, yo los escuchaba, yo los observaba, aun que como les digo, sin interés alguno.
Solía solamente algunas noches pensar en ellos. Y les digo la verdad cuando les menciono que sólo eran algunas noches, unas dos en la semana, nada más. Es que ellos se estacionaban en mis sueños. Pero aun así no lograban desvelarme. Me desvelé un par de noches, no obstante estoy segura que fue porque esas noches le había echado mucho aceite a la ensalada, no por otra cosa. Estoy segura. ¿Cómodos? Eso nunca. Las veces que descansé y viajé en ellos se me hicieron terribles; grandes y blandos asientos de cuero, cálidos y suaves asientos de goma. Amables y relajantes asientos de felpa. No. Ellos jamás me podrían atraer. Ellos son autos, autos comunes y corrientes, autos. Los autos son autos, no son más que eso. Son latas, chatarra andante, chatarra encantadora, lúcidas máquinas fugitivas. Artefactos emocionales e inteligentes. Aparato sublime y agraciado. Artilugios del placer.
Señores, no pretendo hacer de esto una letanía. Lo juro, lo prometo y lo firmo. Sólo quiero narrar cómo es que sucedió. Cómo fue que aconteció. Mis manos, mi lengua, mi abdomen, mis entrañas, todo mi ser en alma y cuerpo, se entregaron. Se dejaron acontecer en el juego más íntimo que hayan caído. Hablo en tercera persona, porque realmente no sé dónde estaba yo. Me perdí, me extravié, me difuminé. Tomé las eternas llaves que colgaron toda mi infancia en la entrada de la casa. El mismo llavero Me miraba. Estoy segura. Me observaba. Salí hacia afuera y allí estaba. El auto de la casa. Nos miramos bastante rato. La dualidad estaba en nuestras miradas. Hablé con él casi sin darme cuenta. A ratos era consciente. A ratos me mezclaba con su propia imagen de auto. Me vi como un auto humano, una mujer auto. Y lo vi a él de la misma manera, un auto humano, un hombre auto. Pero no dejaba de tener esencia de auto, esencia de animal metálico. Su voz en la mente sonaba a latas, pero afuera yo entendía todo, claramente y exactamente cada palabra. Una dualidad coherente e instintiva. Hablamos varias horas. Me paralicé varias horas. Hasta que me hizo pasar. Y sí, lo admito. Entré. Cedí. Lo hice. Ingresé en él y todo se volvió calmo. Me entregué completamente a su poder. El hombre perfecto no existe. No señores. El hombre perfecto es sólo una imagen creada por el inconsciente femenino. Puedo jurarlo, prometerlo y firmarlo. Puedo persignarme ante el cielo si quieren. Esa noche finalmente nuestros cuerpos se entendieron. Mi cuerpo aceptó insolublemente el metal y los cables de la maquinaria que me seducía. Me rompí en mil pedazos, mil fragmentos de mi piel mezclados con acero. Carne con metal, hierro, fierros y huesos. Me fundí en un solo ser y núcleo, el ser auto. El ser que me ponía caras cuando era una niña. Ahora me amaba, me llenaba. Nunca fue un gran cuestionamiento ni una gran interrogante para mí, la existencia de los autos. Me enamoré, me enamoré, por ser metal y cable, por ser animal frío e inestable.
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