«Abrázame mientras pasa la cuarentena» – le dije a mi mujer mientras mirábamos las calles semivacías, apreciábamos los inmóviles juegos infantiles del parque justo frente a nuestro departamento y escuchábamos el sonido de una monótona voz cuya tensión tenía una curva ascendente similar a la del número de contagiados por día y que, inquietantemente, llamaba a la calma desde la televisión. Tal vez eso fue lo más alarmante de estas tres semanas en cuarentena y no la imagen despoblada frente a la ventana, como sacada de un episodio de alguna serie sobre zombies o de algún relato distópico futurista. 

Pensamos lo mismo, sin decirnos nada, ninguna palabra, pero ambos lo sabíamos: algo de belleza había en ese inusual páramo. A pesar de la incertidumbre, la ansiedad, el pesimismo que imponían las cifras y estadísticas de los noticieros y, sobre todo, el temor que supone aquel diminuto y coronado enemigo, detrás de todo eso, había algo cálido, algo que nos hacía sentir un calorcito en el corazón.

De forma abrupta, la rutina del trabajo de oficina se había transformado en tener que, obligadamente, pasar más tiempo en casa. Al principio nos supuso un reto titánico, de ajustes, de dimes y diretes, de diálogo y negociación, de comprensión, de necesarias reconciliaciones por aquellas basurillas acumuladas bajo la alfombra de nuestra relación. Precipitadamente, como una ventolera súbita, volvimos a mirarnos como cuando recién nos conocimos y antes de que nos casáramos, a poner atención en aquellos valiosos pequeños detalles, a redescubrirnos, a fusionarnos en un abrazo improvisado, ni de salida ni de bienvenida, simplemente espontáneo; y la casa, otra vez, se convirtió en hogar.

Nuevamente, como por vez primera, comenzamos a valorar a aquellas personas y cosas que dábamos por supuestas y obvias o, vergonzosamente, pienso, por usuales: desde el abrazo apretado de mamá, hasta el abastecimiento de víveres; desde una caminata tomados de la mano por el paseo que justo mira hacia el mar, hasta una conversación trivial con los amigos entrañables. Todo aquello empezó a cobrar un valor altísimo que, en tiempos como éstos, nos parece casi inaccesible pero que, de alguna forma, estaríamos dispuestos a pagar. Contamos los días para volver a abrazarlos tal como nos hemos abrazado entre nosotros.

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