Pánico en la residencia

Pánico en la residencia

Javier Reiriz

29/03/2020

Amador estaba consternado. A su cuenta de correo había llegado un mensaje informándole de que su padre, recientemente ingresado en una residencia de mayores, había contraído el tan temido virus y que quedaba incomunicado. Por el momento los síntomas eran leves pero, debido a su avanzada edad, el tema era preocupante. Amador pensó: “el aislamiento no servirá de nada”.

Los días se fueron sucediendo y los múltiples comunicados de la residencia, también. Era lo mínimo que se les podía pedir por un servicio que le costaba un ojo de la cara. Las últimas noticias decían que su padre había empeorado, pero su estado todavía no revestía gravedad, aunque —continuaba el comunicado desde la enfermería— en una persona tan mayor todo sucede de forma muy rápida. “¿Muy rápido? —se preguntó Amador— ¿Qué me están diciendo? No saben a lo que se enfrentan”.

La precaución en este punto era máxima. Amador pensaba en lo mal que lo debían de estar pasando en el centro. Su padre, además, tenía un carácter terrible y era un pésimo enfermo. En las visitas que Amador le hacía regularmente, nunca había oído salir un reproche de su boca; sin embargo, no se le escapaban las miradas que le echaba. Miradas cargadas de odio, de rencor, como las que de niño le obsequiaba. Miradas que por aquél entonces helaban su pequeño e inexperto corazón. Él era así: frío y calculador. “Se están equivocando contigo, papá” —se decía.

Cierto día llamaron de la residencia. Amador se sobresaltó, pues hasta ese momento la comunicación se había limitado al correo electrónico.

—¿Sí? —su voz estaba llena de interrogantes.

—Amador, quiero ser portador de buenas noticias: su padre ha superado la enfermedad. Ya no tiene por qué preocuparse.

No hubo respuesta. Le siguieron unos momentos muy tensos.

—¿Amador?, ¿sigue ahí?

—Nunca he temido por su salud —dijo por fin—. Siempre supe que saldría adelante.

—Pero… en el intercambio de mensajes nos pareció entender que estaba usted preo…

—Mi inquietud no era por su estado —Amador suspiró.

—Entonces… ¿qué era lo que le preocupaba?

—Ustedes… ustedes y esos indefensos bichitos.

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