Estoy ajustándole las gafas nasales a María. Me quiere contar algo, pero no tengo tiempo, y me da pena dejarla así. “No hable, María”, le digo “que se le escapa el aire y lo necesita”. Ella sacude la cabeza y tengo que acomodarle otra vez las gafas. Le acaricio la mejilla. La arropo, y sigo. Apenas hay sitio para moverse, nos hemos tenido que acostumbrar a zigzaguear entre camillas, sillas de ruedas y zuecos en continuo movimiento. No hay espacio donde poder pararse un segundo. Ni tiempo. Sólo nuestro cuarto de baño. Entramos. Respiramos hondo y volvemos al caos. A veces lloramos, poco rato, no hay tiempo para lamentaciones. Ni mascarillas para desperdiciar. Hoy le he llorado a mi padre. Me dejé caer en una esquina y me desmoroné. Sin ruido. Impidiéndome con las manos que se me escapara algún hipido. Ha muerto esta mañana. Dicen. Ingresó directamente en la UCI, quizás pasó al lado mío, pero aquí no nos reconocemos. Estamos perdidos entre gafas, mascarillas, viseras y batas de muy distintas procedencias. En esos segundos de cuarto de baño miré el móvil. Tenía un mensaje de mi hermano. Para entonces mi padre ya no estaba allí, y no supe donde. Aún no he podido saberlo. Quiero salir a la calle. Correr. Gritar. Pero estoy atrapada. Tengo que seguir. No se lo he dicho a nadie. Me paralizaría. Pienso en mi madre. Sola. Mamá aguanta. Voy a ver a María, he conseguido una mascarilla. Las gafas nasales no las tolera. La camilla está vacía. Miro a mi compañero y no necesito respuesta. ¿Cómo se llama?, le pregunto al nuevo paciente. Apenas puede respirar. “Tranquilo”, le susurro. Le acaricio la calva al tiempo que le pongo la mascarilla y le abro el oxígeno. “Pepe”, balbucea. Me arde el guante. “Me recuerda a mi padre”, le digo. “Ha muerto”, murmuro. A él no. Al aire. Pero me mira con absoluto desconsuelo. Busca mi mano y me la aprieta. “Todo irá bien”, le digo. Y sigo.

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