Quédate en casa, pero en la de verdad.
Hecha un mar de lágrimas, despeinada y en pijama, decido abandonar ese cuchitril apestoso para volver con los míos. Quien mejor que ellos para sanar este roto corazón. Así que, a pesar de toda recomendación nacional de no abandonar nuestros hogares para no caer en las garras del virus asesino, me lanzo sin vacilación a formar parte de ese grupo de inconscientes clandestinos que se saltan las normas.
Ataviada con gafas de sol, mascarilla y un largo chaquetón, mi figura queda camuflada entre un aspecto de indigente y loca huida del manicomio.Vamos, que estaba hecha una piltrafa.
Con esas pintas consigo llegar al coche, sin que ningún vecino balconazi me amenazara con llamar a la policía o me insultara.
Arranco el motor, suspiro con amargura, y acompañada de sus recuerdos inicio el camino de vuelta a casa. Circulo por una ciudad desierta, y ese aspecto apocalíptico me hunde aún más en la tristeza. De vez en cuando me cruzo con algún que otro camión cargado de alimentos, o con alguna ambulancia que transita veloz; pero esa realidad me resulta tan ajena y distante que apenas soy consciente de la hecatombe que me rodea. Solo quiero llegar y acurrucarme en el regazo de mamá.
Hundida en mis divagaciones existenciales me aproximo a una rotonda, donde las luces parpadeantes de un coche patrulla me devuelven al presente de golpe.
¡Mierda!
Quito el pie del acelerador e intento mantener el semblante tranquilo, me miran y, para mi sorpresa, me dejan pasar sin hacer preguntas.
¡Uf, por los pelos!
Por fin llego a la autopista, tan solo quedan cien kilómetros; una distancia que me resulta eterna pero que asumo con valentía. Sin embargo, pocas cosas me importan ya.
Falta muy poco, y por designios del destino un nuevo control se asoma en el horizonte.
¡Mierda y mierda!
Esta vez un poli levanta la mano en señal de stop, bajo la ventanilla y se acerca serio. Me pregunta de dónde vengo y a dónde voy.
«Puede ir haciendo la multa agente», contesto con una leve sonrisa.
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