Un secreto maternal
La reina y la princesa más bella
Quizás porque era la más pequeña pudo solo ella ver el derribo de la cordura de la reina o quizás los muchos pecados acumulados que ya eran imposibles de esconder en el jardín hicieron la tarea de hacer aquella verdad una completa certeza.
La princesa lo veía todo desde la ventana, ella conocía lo que otros no veían.
Reconocía lo que otros desoían.
Las dos solas todo el día…
El peso de los secretos de la reina se fue enredando la lengua de la rosada niña.
La hermosa princesa de cabellos dorados enfundaba su sonrisa en una gasa de araña y esperaba en la entrada del palacio la venida de una razón para partir, aunque nunca encontraba una que la hiciera salir. Prefería caldearse en el odio que bajarse del podio.
El castillo estaba embrujado por fantasmas pasados que susurraban en los pasillos su nombre con agonía.
Con una agonía conocida.
Un grito que ella oía desde la cocina. A veces con la voz de su padre, a veces con la de la su tía.
En las noches, el castillo se movía. Cambiaba de lugar en el mapa, sus habitaciones desaparecían.
Todo era distinto al otro día.
Papeles, lápices, cuadernos y antigua poesía, todo se evaporaba, todo se escondía.
La vida mutaba, las cosas se canjeaban.
La reina podía no ser reina al otro día, sino una bruja pordiosera. Una hiedra corrompida.
El rey podría ya no estar muerto sino encausando su vida.
Sus hermanos podrían estarla acompañando y no haber huido a la guerra en busca de una muerte más querida.
Ella podría sonreír con osadía y no con la mímica inválida que la suplía.
Las dos solas todo el día…
La princesa y su madre compartían la cama.
Físicamente adheridas la una a la otra como dos papeles mojados en un estanque de agua.
Parecían hermanas.
No.
Parecían la misma.
A momentos los sirvientes solo veían una, una reina, una princesa, una doncella coqueta, un cuervo en la alacena.
Las dos solas todo el día…
Las unía la dependencia de la venganza.
La reina quería un león heredero y la princesa, matarla.
Tal como en el ayer su madre había hecho con su padre,
con sus tías, sus hermanos y hermanas.
Ella siempre era la culpable.
Su madre.
Su madre.
Era un execrable estado infeccioso.
La muerte en vida.
La pérdida de toda dignidad y valía.
Las dos solas todo el día…
No había más espacio para los cadáveres en el jardín,
ni lamentos para compartir lo que otros la habían forzado a concluir.
Los huesos rotos se le enterraban a la reina en las rodillas,
enchuecando su caminar.
Alentando su mirar.
Adormeciendo su hablar.
Necesitaba poder continuar, vivir por siempre, poderse quedar.
Las dos solas todo el día…
En la noche de San Juan, azotando la higuera con un cinturón de cuero, la reina pidió a los cielos e infiernos—al que escuchara primero—por un maldito heredero.
Una vasija y un caldero.
Alguien que llevara su manto, su alcurnia y su cetro.
Alguien a quien entregar su sabiduría.
Alguien que desconociera quién había sido en aquella vida.
Que no la resintiera, que la amara, que al menos la quisiera.
Un hombre.
Un león.
Un marido.
Un ladrón.
De hermoso hablar, blanca piel, rubio y claro.
Jamás otro esclavo.
No importa como viniera, tenía que llegar.
Tomar su puesto.
Matar la verdad.
El viento sopló antinatural ante la solicitud de la reina, que lloraba en un matorral.
Una luz blanca y azulina apareció en la cocina y allí ella supo que todo, todo, cambiaría.
Si Dios o el diablo la había escuchado, eso no importaba.
No se lo cuestionaba.
No se cuestionaba nada.
Las dos solas todo el día…
La princesa creció a escondidas y en su adolescencia frecuentó a un pobre hombre que vivía al otro lado de la esquina. Convencida de que nada mejor conseguiría y avivada por el rechazo constante que él le hacía, se casaron un día y dieron inicio a lo que vendría.
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