Me enfrento ante una sonrisa singular, quizá porque no lo es. La curvatura de la boca, ligeramente desplazada hacia la izquierda, auspicia minúsculos destellos de sarcasmo, de burla y sátira disfrazados de inocencia. Al igual que los ojos, oscuros y profundos, la mueca desdeñosa se enfrenta al espectador retándolo silenciosamente en ese lejano evento detenido en el tiempo.
Y es que todo comienza con un desgarro sordo, ajeno al fluir de la historia, pero certero; como el grito de un velo al romperse, o el crujido de una rama cuando se dobla demasiado… Ecos mudos e invisibles para muchos y causa de gemidos para unos pocos.
Hacia ella se aproximan densas nubes, sombrías y anchas. Parecen formar un mar embravecido cuyas olas se levantan para abrazar la tierra. No hay escapatoria. Lo sabe. Es necesario sumergirse. Aquella negrura la atrae, irresistiblemente, y oscurece sus pupilas dilatándolas hasta un límite que no termina de llegar. Deseo de infinitud. Temor de verse arrastrada por el pulso repetitivo de las olas rompiendo una y otra vez contra su cuerpo, por el penetrante latido de la secuencia. El océano abraza y olvida, siempre, fiel a las agujas de un reloj invisible, inaudible, pero que nos empuja vehementemente con su repulsivo tic-tac.
Frente a ella es incapaz de moverse, ni tan siquiera un leve parpadeo que rompa el embrujo, su insólita y fortuita seducción. Entonces sucede. La oscuridad penetra cada fibra de su cuerpo generando aquel dolor ahogado y hueco, cortante, como el filo de un cuchillo. Llega a los nervios, rodea los pulmones, traspasa el hígado.
Se asemeja a un títere descolorido, sin barniz, estáticamente mirando a un punto fijo, al foco de negrura que ahoga el corazón y lo corteja, y lo acaricia y, como en una obra de cinco actos recién acabada después de una escena intensa, lo besa, suavemente. En ese beso un día. En ese día toda su vida.
Sus ojos, tan tristes, tan opacos, desvelan metáforas de la historia. Una semblanza amarga de raíces solitarias que jamás lograrán hundirse en la tierra húmeda, siempre descubiertas y amenazadas, vulnerables ante aquello que muchos llaman afecto, o ternura, tal vez amor. ¡El amor…! ¡Cuántas veces escuchará esa extraña palabra! ¡Cuántos se la repetirán encerrados en un vaho de intimidad! Y, sin embargo, aquella melodía en si menor que la sostiene traerá a su memoria la caricia de un dolor lejano, de heridas abiertas, sangrantes, que nunca llegaron a cerrarse.
Están solas, ella y la penumbra, envueltas en el silencio que busca la palabra, y esa menuda sonrisa sarcástica, y aquel amor aún desconocido que, a pesar de todo, sigue embelleciendo el tiempo, el rugido de las olas.
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