Fue, exactamente así, como conocí a Dios. Después de descuartizar el último cadáver, lo congelé junto a los otros y precinté el frigorífico con cinta americana. Comí muchas sobras desde aquel día, mis copas ya no fueron nunca «on the rocks» y mis ojos quedaron hinchados para siempre. Aunque no era pobre, lo parecía. Y pasaron muchos años. Mi nueva dieta me mantuvo vivo durante mucho tiempo.
Ese día dos hombres llamaron a mi puerta enseñándome una orden de registro. Reconozco que me alegró recibir visita. Uno de ellos pudo ver lo que guardaba en el frigorífico porque era un ser superior. Su primera pregunta fue: ¿es usted consciente de lo que tiene aquí?, y luego ¿Son todos esos cadáveres suyos? Yo le expliqué que claro que era consciente y que claro que eran míos porque yo había pagado por ellos y los había guardado como muestra de mi inocencia y buena fe, que había perdido muchos amigos que no entendían mi determinación, y que llevaba cansado media vida por falta de proteínas.
Me detuvieron sin remedio. Me llevaron en coche a la sala azul donde se celebraban los juicios finales. Allí estaba Dios. Supe que era Él porque no podía ser nadie más. Nadie se llama Dios si no es Dios. Quise hacer preguntas, pero me frenó en seco. Me alegré de haber sido cauteloso y de haber guardado los cadáveres como pruebas de mi inocencia.
Fue breve. Me dijo que Él no había creado a los animales para ser congelados y mucho menos desaprovechados, sino para nuestro alimento y abrigo.
Me pregunté si sería oportuno recordarle que gracias a mi «nueva» dieta había conseguido ¡vivir hasta conocerle! Me cuestioné argumentar si no sería esto de comer animales propaganda para distraer el pensamiento y centrar el foco en el estómago, y que curiosamente, nos lleva a dos estados indeseados: pensar peor y durar menos, paliando así, por cierto, las aglomeraciones del Juicio Final. Pero no quise enfadarle en un momento tan delicado como este. También estaba cansado como para entablar un debate y decidí aceptar mi condena en paz.
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