Mis ojos se habitúan a la luz. Esto no es duro. Las sombras se quiebran y bailan en la acuosa superficie, removidas por el bailoteo de las cortinas. Alguien ha dejado la ventana abierta. En la semi penumbra observo la opacidad de las cosas. La brisa que sube del malecón forma una danza, primero en las cortinas y luego en mis pestañas húmedas. En mi vientre, un hormigueo me recorre la herida y tengo la tentación de rascarme. Eso no es lo duro.
Lo duro es el vacío, el hueco que queda, que se hunde y se adentra. Que carcome, como si el espacio dejado por el hijo fuese una boca de dientes pétreos, desgarrando la carne. Lo duro es la leche que me moja la bata delgada de hospital, que se escapa de mis tetas por los poros, que empapa la tela sin una boca que la recoja. Lo duro es el silencio sin llantos, sin quejidos mudos, de sueños vívidos en cabezas pequeñas.
Nos mantienen separadas en la sala de maternidad por cortinas que nos haga olvidar los hijos que no están. No sabemos si estaremos enfermas también nosotras. Nos miramos sin vernos a través de la luz que se posa a ratos como el alma difusa de quienes se han ido. Pero eso no es lo duro.
Lo duro son las tetas, la lecha que se riega, el vacío del hijo, las costuras que son su epitafio. Lo duro es no saber.
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