Volvió su mirada hacia el ventanuco que enmarcaba aquel trozo de cielo. Era un cuadro pintado allá a lo lejos, por una mano invisible, pero nunca era el mismo. La forma de las nubes variaba de un día a otro, de una hora a otra. Pero él entendía que esa demostración pictórica en la que se representaba una porción tan pequeña tenía que ser algo muy grande, infinito.

Suspendido en una lágrima de espuma, su ánimo se colgó de pronto de la lámpara del salón. Y en ese momento comprendió que ya nada sería igual; que las demás noches no serían el colofón de días de caminar por los aires de la complacencia, la creatividad y las vanidades de la ciudad. Desde aquel instante, allí colgado, mientras se miraba en un espejo de cristales estériles le repugnó la idea de volver a salir. Venció las irresistibles ganas de volver a visitar los mundos de la frivolidad urbana: los barrios de la delicada e inútil inconsistencia, la periferia de los pecados, las falsas virtudes ancladas en el puerto. Incluso las montañas de la soberbia ya no le parecieron tan atractivas como semanas antes.

Un cuervo se posó en el ventanuco; contó que en los confines de la indiferencia habían crecido rumores de esferas de luz; que otros como él, que antes eran pompas de volátil deambular, moraban ahora en celdas de encorsetadas rutinas. Que con aquella reclusión claustral tomaríamos conciencia de que los espacios reducidos no eran cárceles si no puertas a la libertad expandida: “Confía y experimenta, alma, aprende y comprende”, me dijo. Y después se transformó en una silueta onírica de pesadilla mal soñada. Para él fue definitiva la lección: el claustro no era las cuatro paredes; que las torpes visiones del encierro le habían producido falsas apariencias de la esencia liberadora. Y al ser consciente de su propia esfera de luz, a la mañana siguiente, salió por el ventanuco porque la realidad de los necios ya no le tocaba, y dejó atrás el habitáculo de sus limitaciones que era aquella celda, y se mutó en aire de Libertad.

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