Che, ojo que ir a lo de Beby y Chulo es ilegal ahora, me dice Fran mi hermano con la esquinita derecha del labio levemente erguida.

Uy, es verdad. ¿Te imaginás que nos meten presos por cruzar el jardín?

Adrenalina pura”.

Nos reímos un rato de lo absurdo de todo esto mientras tomamos un mate cada uno en la galería. En la mesa hay chipás Blancaflor y alcohol en gel.

Mis abuelos y mis viejos son vecinos desde que nací. Lo de Beby y Chulo – desde hace seis meses Lo de Chulo aunque el nombre siempre fue y va a ser compuesto – se conecta con la parte de atrás de nuestro jardín. Una vez que pasás el cerco, justo antes de la pileta, doblás a la izquierda y a los pocos metros ya estás en terreno de ellos.

En estos días de virus y encierro esta conexión me llama la atención como nunca antes. Así como el salir a la calle o tomar una birra con amigos, algo tan normal de pronto dejó de serlo. Así, de golpe. Que loco haber tenido toda mi infancia un jardín conectado, una entrada secreta hacia la casa de mis abuelos.

Al fondo del jardín, una maraña de hojas verdes de distintas variedades forman un pasillo, de aproximadamente cuatro metros de largo, donde de chiquitos jugábamos a estar perdidos en la selva. Adentro, en el cuarto de Beby y Chulo hay un ropero a través del cual podías pasar sin ser visto a la habitación de los nietos.

Pienso en esto y veo muchos pedacitos de magia que en su momento no supe ver. Una escenografía pícara para una infancia que por lo demás siempre fue normal. Aunque en realidad la palabra normal ya perdió todo sentido. No se para que la uso. Más ahora, donde lo normal pasó a ser estar todo el día adentro y la mitad del tiempo con un jabón en la mano. Que locura. Que locura. No puedo parar de pensarlo y de decirlo.

Hoy rompí la ley y salí de casa. Chulo sonrió al verme.

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