Suena el despertador de mi memoria: «832 días sin ti», recuerdo. Lo repito en voz alta para escuchar mi propio eco ahogándose en este domingo perpetuo.

Desde que el mundo está en cuarentena, las paredes vecinas murmuran a todas horas, en cambio, las mías no tienen nada que contar. Imagino cómo sería si siguieras aquí en estos días de incertidumbre, si nunca te hubiera dicho que salieras por esa puerta. Cualquier cosa que hago, no importa el lugar ni la hora, me lleva a aquella tarde de domingo en la que pusiste el puño sobre la mesa y un río de café separó por un instante nuestras miradas, rotas, como la taza. Vivo atrapada en un domingoscopio en el que te multiplicas a tu antojo por mi memoria.

Me duele no tenerte. Afuera las calles bostezan con una somnolencia enfermiza, llueven cuentos apocalípticos aquí y allá, las mascarillas desechables florecen por doquier en esta agria primavera. Tras nueve días de encierro, pocos se atreven a salir y burlar al virus que amenaza con diezmar al planeta.

Pero no es salir ahí fuera lo que más les aterra. En realidad, es el miedo a caer en las grietas abisales de los pasillos de sus casas; miedo a reconocerse en los reflejos de las copas, las bandejas de plata y los espejos. Sienten verdadero pavor de encontrarse con ellos mismos y no saber qué decirse.

Yo, al menos, cuando me cruzo con esa otra yo que sigue amándote y me pregunta mil veces por ti, le digo que acordamos no sabernos más. Aunque ella no entiende de pactos, y vive quejándose de una herida que le supura los siete domingos de la semana.

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