Estrellas.

Las veo del otro lado del cristal.

Son millones: Sirio, Canopus, Betelgeuse y más, al centro una reluciente Vía Láctea.

Espero el amanecer para poder computar otro día.

De pronto un baldazo de sol me enceguece, son así los amaneceres por estos lados.

Me concentro en el cuadro que tengo enfrente, parece la silueta de la península Arábiga, más a mi izquierda adivino África detrás de las nubes, y si bajo la vista, claramente reconozco a Madagascar.

Tomo un lápiz de cera ingrávido, suspendido al alcance de mi brazo derecho casi pegado a mi particular calendario.

Una cuadrícula sin días ni meses.

Lunes, martes, miércoles… ¿Qué seguía después?

Trazo una cruz sobre el cuadrado que dice: “Día 120”.

Con muchísimo cuidado dejo el lápiz fijo, justo apuntando al “Día 121”, sin que lo toque, para encontrarlo mañana en el mismo lugar, si dejo que se mueva, vaya uno a saber dónde esté cuando lo necesite.

Las veces que desespero por una caminata afuera no son pocas.

Pero sé que no debo, sé que es imposible.

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